Aunque puede haber diferencias entre las personas, en general somos incapaces de recordar las experiencias de la infancia vividas antes de los tres años de edad. Los niños desde que nacen pueden, sin embargo, manejar bien su entorno, jugar, reaccionar emocionalmente y comunicarse. Demuestran, por tanto, que aprenden temprano muchas cosas, pero son incapaces (también los adultos) de recordar cómo, dónde o en qué circunstancias fraguaron sus primeras peripecias.
Hacia los años setenta se empezaron a vislumbrar las posibles razones, cuando hubo indicios de que la memoria no dependía de un proceso cerebral unificado, sino de un sistema de memoria múltiple de complejas redes, cada una con sus funciones específicas. En los años ochenta, Lynn Nadel y Jake Jacobs, dos neurocientíficos de la Universidad de Arizona, sugirieron que la 'amnesia de los primeros años de vida' se debe a que el hipocampo, una de las estructuras cerebrales más importantes para almacenar los recuerdos de los que luego somos conscientes, tarda más tiempo en desarrollarse, es decir, no madura antes de los tres años de edad aproximadamente. Esta es la idea que perdura a pesar de que perviven muchas controversias en el estudio de la memoria; en todo caso la confirmación no se alejará demasiado de las hipótesis de Nadel y Jacobs.
Para aclarar lo comentado, vale la pena conocer al menos la existencia de dos procesos memorísticos básicos: uno, para formar recuerdos de vivencias y mantenerlos disponibles para una posterior evocación consciente y otro, que trabaja de manera no consciente sin que tengamos el conocimiento del aprendizaje que hemos realizado. El primero es llamado memoria explícita o declarativa y es al que nos referimos cuando hablamos cotidianamente de 'memoria'. El hipocampo es la formación cerebral que se requiere para este tipo de memoria.
El segundo, es la memoria implícita o no declarativa. Es la responsable de desencadenar reacciones, comportamientos o sensaciones subjetivas aunque no recordemos por qué, y depende de otras áreas del 'cerebro emocional', y de forma destacada, en una de sus estructuras, la amígdala. El cerebro emocional se encarga de prepararnos 'sin esfuerzo', casi 'sin pensar', a responder a situaciones que requieren rapidez y eficacia, por ejemplo, a tener miedo a situaciones peligrosas. En un cerebro sano ambos procesos de memoria funcionan simultáneamente, creando cada uno su propia clase de recuerdos, la memoria tipo implícita la 'memoria emocional' y la explícita, el 'recuerdo de la emoción'.
Todo ello explica algunas particularidades de nuestra autobiografía como los recuerdos y los aprendizajes asociados al estado de ánimo y a las emociones, o las posibles repercusiones de las experiencias traumáticas durante la infancia (y también en otras épocas posteriores de la vida), entre otras.
Los procesos de 'memoria emocional' se ponen en marcha muy precozmente, antes de que se desarrolle la capacidad de recordar conscientemente. Junto con la 'memoria evolutiva' insertada en nuestros genes, y el trabajo de los padres, que suplen las habilidades todavía deficitarias de los hijos, los seres humanos nacen con un buen soporte para la supervivencia. Parece una buena forma de empezar.
Hacia los años setenta se empezaron a vislumbrar las posibles razones, cuando hubo indicios de que la memoria no dependía de un proceso cerebral unificado, sino de un sistema de memoria múltiple de complejas redes, cada una con sus funciones específicas. En los años ochenta, Lynn Nadel y Jake Jacobs, dos neurocientíficos de la Universidad de Arizona, sugirieron que la 'amnesia de los primeros años de vida' se debe a que el hipocampo, una de las estructuras cerebrales más importantes para almacenar los recuerdos de los que luego somos conscientes, tarda más tiempo en desarrollarse, es decir, no madura antes de los tres años de edad aproximadamente. Esta es la idea que perdura a pesar de que perviven muchas controversias en el estudio de la memoria; en todo caso la confirmación no se alejará demasiado de las hipótesis de Nadel y Jacobs.
Para aclarar lo comentado, vale la pena conocer al menos la existencia de dos procesos memorísticos básicos: uno, para formar recuerdos de vivencias y mantenerlos disponibles para una posterior evocación consciente y otro, que trabaja de manera no consciente sin que tengamos el conocimiento del aprendizaje que hemos realizado. El primero es llamado memoria explícita o declarativa y es al que nos referimos cuando hablamos cotidianamente de 'memoria'. El hipocampo es la formación cerebral que se requiere para este tipo de memoria.
El segundo, es la memoria implícita o no declarativa. Es la responsable de desencadenar reacciones, comportamientos o sensaciones subjetivas aunque no recordemos por qué, y depende de otras áreas del 'cerebro emocional', y de forma destacada, en una de sus estructuras, la amígdala. El cerebro emocional se encarga de prepararnos 'sin esfuerzo', casi 'sin pensar', a responder a situaciones que requieren rapidez y eficacia, por ejemplo, a tener miedo a situaciones peligrosas. En un cerebro sano ambos procesos de memoria funcionan simultáneamente, creando cada uno su propia clase de recuerdos, la memoria tipo implícita la 'memoria emocional' y la explícita, el 'recuerdo de la emoción'.
Todo ello explica algunas particularidades de nuestra autobiografía como los recuerdos y los aprendizajes asociados al estado de ánimo y a las emociones, o las posibles repercusiones de las experiencias traumáticas durante la infancia (y también en otras épocas posteriores de la vida), entre otras.
Los procesos de 'memoria emocional' se ponen en marcha muy precozmente, antes de que se desarrolle la capacidad de recordar conscientemente. Junto con la 'memoria evolutiva' insertada en nuestros genes, y el trabajo de los padres, que suplen las habilidades todavía deficitarias de los hijos, los seres humanos nacen con un buen soporte para la supervivencia. Parece una buena forma de empezar.
Otros estudios realizados por científicos de la Universidad Memorial de Terranova, indican que antes de ir a la escuela (alrededor de los cuatro años) los niños pueden recordar lo que les ocurrió en sus años previos -incluso experiencias anteriores a los 18 meses- pero dos años más tarde esas memorias ya se habrán borrado.
La doctora Carole Peterson, profesora de psicología que dirigió el estudio, pidió a 140 niños de entre 4 y 13 años que nombraran tres de sus experiencias más tempranas que pudieran recordar y el período en que éstas habían ocurrido. Descubrieron que entre más pequeños los niños, más recuerdos tenían de sus primeros años, incluso a los 18 meses de edad. Para confirmarlo, los investigadores entrevistaron a los padres quienes pudieron corroborar muchos de los eventos y la época en que habían tenido lugar.
Dos años más tarde los científicos volvieron a hablar con los mismos niños y una vez más les pidieron que recordaran tres experiencias tempranas de su vida. Los resultados mostraron datos muy distintos: los niños recordaban experiencias muy distintas de las que habían hablado antes. Y muchos de los recuerdos que habían tenido dos años antes habían desaparecido.
Los niños que tenían entre 4 y 7 años en la primer entrevista del estudio mostraron recuerdos muy distintos en cada uno de los experimentos. La doctora Peterson cree que esto se debe a que las memorias muy tempranas de los niños pequeños son frágiles y vulnerables y pueden borrarse fácilmente. Por otra parte, la mayoría de los niños que tenían entre 10 y 13 años en la primera entrevista describieron las mismas experiencias tempranas en ambos experimentos. "Los recuerdos más tempranos de los niños pequeños parecen cambiar y son reemplazados por recuerdos ocurridos a edades más tardías" explica la investigadora.
La investigadora agrega que "a medida que perdemos los recuerdos de nuestros primeros años, perdemos parte de nuestra infancia. En esencia, estamos perdiendo todos o casi todos esos eventos que nos ocurrieron". "De manera que nuestra 'infancia psicológica' comienza mucho más tarde que nuestra infancia real", agrega.
Un estudio llevado a cabo por la doctora Patricia Bauer de la Universidad de Emory en Atlanta, Estados Unidos, sugiere que esto podría deberse a que los recuerdos de los primeros años se almacenan en nuestro cerebro de forma distinta que los de años posteriores. Pero todavía se necesitan más investigaciones para confirmarlo y entender por qué los seres humanos borramos gran parte de nuestra infancia.
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