Desde que se inventó la fotografía, allá por la década de los años 30 del siglo XIX, descubrimos también un hecho hasta entonces desconocido: que nadie, o casi nadie, está satisfecho con su imagen en las fotografías. Siempre salimos más feos o feas de lo que somos, aunque otras personas, sobre todo si no son amigas nuestras, sí salen tal como son. ¿Por qué?
Investigaciones recientes en psicología social han demostrado más allá de toda duda que la gente utiliza muchas e ingeniosas formas de mejorar, respecto a la realidad, la imagen mental que posee de sí misma. En suma, la mejora de nuestra propia imagen es el producto de un filtrado sesgado y más o menos elaborado de la información sobre nosotros mismos. Un filtrado sesgado similar lo hacemos también con los demás, pero en sentido contrario, es decir, incrementando sus rasgos negativos por encima de los positivos, por lo que casi todos resultan, en comparación, siempre peor parados que nosotros. Somos los mejores. ¿O no? Probablemente, creerás que estos sesgos los realizan solo otros; tú eres perfectamente objetivo con todos, incluido contigo mismo. ¿No estarás, de nuevo, mejorando tu imagen?
De todas formas, el procesamiento sesgado de la información sobre nosotros mismos y sobre los demás no puede explicar por qué salimos peor en las fotos. Si hay algo que vemos repetidas veces a lo largo del día es nuestra imagen en un espejo. Sabemos perfectamente como somos, y cuando nos vemos en una foto, podemos compararla a nuestra imagen mental actualizada hace solo unas horas, como máximo. El espejo nos devuelve nuestra cara pero nos acostumbramos a verla con los rasgos invertidos, en una simetría opuesta a aquella por la que nos reconoce todo el mundo y que es la que queda reflejada en las fotografías. Todas las fotos nos muestran nuestra cara al revés de como estamos acostumbrados a verla cada mañana. Tenemos una autoimagen de nuestro rostro equivocada.
Otro punto importante es el de la perspectiva. Cuando nos miramos en un espejo solemos hacerlo de cerca y desde un punto de vista elevado (coincidente de manera habitual con la altura de nuestros ojos) pero cualquier observador ajeno a nosotros tiene una perspectiva diferente, más alejado y desde una altura diferente. Ahí tenemos otra diferencia con la imagen que de nosotros queda en una cámara. Finalmente hay que hablar de las limitaciones que presenta un espejo para devolvernos nuestra imagen (y que nosotros podamos verla). Por otro lado las cámaras que nos captan pueden hacerlo desde ángulos insospechados, mientras adoptamos posturas que normalmente no hemos ensayado ante un espejo y en nuestro interior se mantiene un sentimiento de unicidad del yo que se desvirtúa cuando descubrimos lo que desde otros puntos de vista mostramos.
Paralelamente, investigaciones en psicología social han demostrado igualmente que la gente utiliza, además de procesos conscientes, también procesos inconscientes para mejorar su autoestima. Así lo revelan estudios que demuestran, por ejemplo, que nos gustan más las letras que se encuentran en nuestros nombres que las que no forman parte de ellos. No existe un canon de belleza establecido para las letras, así que ¿por qué nos han de gustar más las de nuestros nombres? La razón, al parecer, es que efectuamos asociaciones positivas con lo que consideramos nuestro, y tendemos así a mejorarlo. ¿Podríamos pues inconscientemente mejorar también nuestra imagen mental a partir de nuestra imagen real en un espejo?
Para averiguarlo, los doctores Nicholas Epley, de la Universidad de Chicago, y Erin Whitchurch de la universidad de Virginia, han llevado acabo un ingenioso estudio posibilitado por la moderna tecnología de la imagen. En este estudio, los científicos tomaron fotografías de los participantes, quienes, tras ser fotografiados, se sometieron a unas pruebas para medir su autoestima, tanto implícita (es decir, lo que realmente creen de sí mismos), como explícita (es decir, lo que dicen que creen de sí mismos a los demás).
A continuación, las fotografías de los rostros de los participantes fueron manipuladas por ordenador para “fusionarlas” con otras. La fusión o mezclado de cada rostro se llevó a cabo bien con un rostro estándar más atractivo, más guapo, bien con otro rostro estándar más feo. Esta fusión se realizó en diversos grados (de 10% a 50%), lo que consiguió diez rostros de cada participante: cinco progresivamente más atractivos y cinco progresivamente menos atractivos que el original, pero siempre reconocibles como el rostro de cada participante.
Tras realizar este trabajo de fusión fotográfica y analizar los resultados de las pruebas de autoestima, los participantes fueron convocados de nuevo de dos semanas a un mes después de que se les tomara la foto. En ese momento, se les presentó la serie de fotos con su rostro original y los otros diez rostros resultantes del trabajo de fusión fotográfica anterior, y se les pidió que identificaran su rostro real. ¿Elegirían los participantes correctamente, o elegirían otro rostro menos o más atractivo que el suyo?. Probablemente no te sorprenderás al conocer que, como era de esperar, los participantes eligieron un rostro más atractivo que el original como el que consideraban suyo. Pero lo más interesante fue que cuanto mejor pensaban de sí mismos de acuerdo al resultado de las pruebas de autoestima implícita, es decir, de acuerdo a pruebas que miden realmente la autoestima que cada uno posee sin falsa modestia, más atractivo era el rostro que consideraban como suyo. Hubo gente que llego a elegir el rostro más guapo; hubo también quien eligió el rostro más feo, pero, en general, la mayoría de los participantes eligieron como suyos los rostros mejorados un 20%: la inmodestia tiene un límite para la mayoría, bueno es saberlo.
Pero, ¿sucede este fenómeno con todos los rostros, o solo con los nuestros? Para comprobarlo, se pidió a los participantes que eligieran de entre una serie similar de fotos manipuladas cuál era el rostro real de algunos sus amigos o el de los científicos que dirigían el experimento, con quienes no tenían relación afectiva alguna. Los resultados indicaron que si se trata de un amigo, se elige también un rostro mejorado, pero si es el de una persona extraña o poco conocida, se elige el rostro real con bastante exactitud. Esto significa que podemos saber cuál es el rostro real de las personas en sus fotos, pero cuando apreciamos a alguien, particularmente si ese alguien somos nosotros mismos, inconscientemente mejoramos la imagen física que de él o ella nos formamos en nuestra mente.
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