domingo, 21 de noviembre de 2010

¿Por qué Occidente alcanzó el liderazgo mundial?

Una de las grandes amenazas del mundo actual es el abismo en riqueza y salud que media entre ricos y pobres. A menudo se categorizan como Norte y Sur, porque la división es geográfica, pero una expresión más precisa sería el Oeste y el Resto, porque la división también es histórica.

¿Cuán grande es el abismo que media entre ricos y pobres y qué está ocurriendo con él? A grandes rasgos y de manera resumida puede decirse que la relación entre la renta per cápita de la nación industrial más rica, Suiza, pongamos por caso, y la del país no industrializado más pobre, Mozambique, es de 400 a 1. Hace doscientos cincuenta años, esta relación entre la nación más rica y la más pobre era quizás de 5 a 1, y la diferencia entre Europa y, por ejemplo, el este o el sur de Asia (China o India) giraba en torno a 1.5 ó 2 a 1.


¿Sigue ahondándose hoy este abismo? En los extremos, la respuesta es claramente afirmativa. Algunos países no sólo no mejoran, sino que se están empobreciendo, en términos relativos y en ocasiones absolutos. Se argumenta que, entre los años 1000 y 1820, el PIB por habitante de Europa Occidental se multiplicó por tres, frente a un crecimiento medio de sólo el 33 por 100 en el resto del mundo. Entre los factores responsables de esta diferencia destacan el progreso en las técnicas de navegación –fruto del esfuerzo científico– y sus consecuencias sobre el comercio -permitieron multiplicar por veinte el comercio mundial entre 1500 y 1820-, la revolución del conocimiento iniciada durante el Renacimiento; la mayor libertad individual, y el desarrollo del individualismo.

Existen datos suficientes para afirmar que el despegue de Occidente no fue algo súbito, sino, más bien, un proceso lento y de larga duración. Los niveles medios de renta por habitante se multiplicaron por tres entre los años 1000 y 1820, mientras que, durante ese mismo periodo, el resto del mundo sólo consiguió incrementarlos en un tercio. En el siglo XI la renta media de Occidente estaba por debajo de la del resto del mundo, pero en 1820 era ya dos veces mayor. Desde la revolución industrial el desarrollo mundial entró en una fase mucho más dinámica. A comienzos del siglo XXI el ingreso por persona era nueve veces mayor. La renta per cápita crecía a un ritmo veinticuatro veces mayor del que tuvo en el periodo 1000-1820.


Durante esos años sólo crecieron los países europeos, los de tradición occidental en otros continentes y América Latina. Al principio, la diferencia entre las siete mayores regiones del mundo entre el año 1000 y el 2001 era muy pequeña. Se movía en un estrecho margen de 400-450 dólares. En el año 2001 todas las regiones habían aumentado su renta, pero la diferencia era ya de 18 a 1 entre los más ricos y los más pobres. Esas diferencias son aún mayores si distinguimos entre países.

     

Los datos muestran claramente que se ha producido una divergencia entre Occidente y el resto del mundo. La renta real per cápita del grupo de países que pertenecen al capitalismo más avanzado — Europa Occidental, Estados Unidos, Canadá, Nueva Zelanda y Japón—, se multiplicó casi por tres entre los años 1000 y 1820, y por veinte desde esa fecha hasta el año 2001. En el resto del mundo, la renta creció mucho más despacio: un tercio entre los años 1000 y 1820, y sólo se ha multiplicado por seis desde entonces. Occidente tenía un 52 por cien del PIB mundial en 2001, un 14 por cien de la población mundial y una renta media por persona cercana a los 22.500 dólares (PPA de 1990); mientras, el resto del mundo daba cobijo a un 86 por cien de la población mundial, pero su renta no superaba los 3.400 dólares per cápita.


¿Cómo se hicieron tan ricos los países ricos? ¿Por qué asumió Europa (Occidente) el liderazgo a la hora de cambiar el mundo?

Las desigualdades de la naturaleza

Hace 15.000 años, en el momento en el que el planeta se calentó al final de la Edad de Hielo, la geografía dictaba que sólo había unas pocas regiones en el mundo en las que la agricultura era posible, pues sólo ellas contaban con el tipo de clima y terreno que permitía la evolución de plantas y animales silvestres que potencialmente podían ser domesticados. Las concentraciones más densas de esas plantas y animales se encontraban en la parte occidental de Eurasia, alrededor de las cabeceras de los ríos Eufrates, Tigris y Jordán en lo que ahora se conoce como Asia suroccidental. Fue entonces ahí, alrededor de 9000 AEC, que empezó la agricultura y se extendió a través de Europa. La actividad agrícola también se dio independientemente en otras áreas, desde China hasta México, pero debido a que las plantas y los animales que podían ser domesticados eran algo menos comunes en esas zonas, el proceso tomó miles de años más en conformarse. Esas otras regiones con complejas sociedades agrícolas también se expandieron, pero el Occidente retuvo su liderazgo inicial por mucho tiempo, produciendo las primeras ciudades, Estados e imperios. Y es que como muestran los antecedentes históricos, durante los últimos milenios Europa (el Oeste) ha sido el principal instigador del desarrollo y de la modernidad.


Si miramos un mapa del mundo en términos de renta per cápita, se advierte que los países ricos se encuentran en las zonas templadas, especialmente en el hemisferio norte, mientras que los países pobres se sitúan en los trópicos y semitrópicos. Como afirmó John Kenneth Galbraith cuando estudiaba temas agrícolas: "Si marcáramos una franja de tres mil doscientos kilómetros de ancho en torno a la Tierra a la altura del ecuador, no se vería en su interior ningún país desarrollado"




De modo que la vida en los climas adversos (propensos a las inundaciones, tormentas y sequías) es precaria, mísera, brutal. África, en particular, ha librado una dura batalla contra estos escollos y, aunque se han realizado grandes progresos, como reflejan las tasas de mortalidad y los datos sobre la esperanza de vida, la morbilidad sigue siendo elevada, la alimentación es inadecuada, una hambruna sigue a otra y la productividad no aumenta. Con todo, sería un error ver en la geografía la fuerza del destino. Su impronta puede reducirse u obviarse, aunque siempre pagando un precio por ello.

La excepción europea: una senda diferente

Europa tuvo suerte; pero la suerte es sólo un punto de partida. Nadie que observara el mundo hace, por ejemplo, mil años, hubiera vaticinado un futuro tan bueno a ese promontorio del extremo occidental de la masa continental euro-asiática que llamamos continente de Europa. La probabilidad en aquel momento de un predominio global europeo estaba cerca de cero. Quinientos años después, rondaba el uno.


En el siglo X, la mayor “riqueza” está en Oriente Próximo, pero ni económica ni culturalmente, alcanzan, ni de lejos, los niveles de la Roma antigua. Europa estaba dejando atrás grandes calamidades: invasiones, saqueos, y rapiñas, infligidos por los enemigos que la rodeaban. Para hacerse una idea de la evolución de este proceso, hay que ver en la Edad Media el puente entre un mundo antiguo, enclavado en el Mediterráneo —Grecia y, más adelante, Roma— y una Europa moderna, al norte de los Alpes y los Pirineos. En esos años intermedios nació una nueva sociedad, muy diferente de la que había imperado antes, y se adentró por una senda que la alejó definitivamente de las demás civilizaciones. Para algunos resultará sorprendente: durante mucho tiempo, se ha visto en estas centurias un interludio sombrío entre la grandeza de Roma y el esplendor del Renacimiento. Este cliché ha quedado desfasado en lo que se refiere a la tecnología. Unos pocos ejemplos bastarán para ilustrar este extremo: la rueda hidráulica (en Europa imperaba una civilización basada en la energía, un hecho excepcional en aquella época), las gafas (duplicaron la fuerza de trabajo de los artesanos cualificados, incluso más si se tiene en cuenta el valor de la experiencia), el reloj mecánico o la imprenta. En el año 1000, tras un milenio de historia, los barcos mediterráneos apenas habían evolucionado; incluso la navegación había disminuido con respecto a épocas anteriores. Los barcos disponían de velas cuadradas que sólo eran eficientes cuando el viento soplaba de popa. Cualquier viaje que tuviese el viento en contra podía ser extremadamente lento e incierto. A partir del siglo XIII empezaron a surgir importantes avances. El más importante fue la brújula, capaz de mostrar 32 puntos direccionales. Cuando se adoptó la numeración árabe, los cálculos se hicieron aún más fáciles.


Aquel mundo, que conocemos como medieval —Edad Media—, constituía una sociedad de transición, una amalgama del legado clásico, de las leyes y costumbres tribales germánicas y lo que se ha dado en llamar tradición judeocristiana. La iglesia logró dotarse de poder político en algunos países, en particular del sur de Europa, pero no en otros; de modo que se crearon en Europa áreas de pensamiento potencialmente libre. Esta libertad encontró su expresión más adelante, en la Reforma protestante, pero, incluso antes, Europa no padeció el control sobre el pensamiento que resultaría una maldición para el islam. En el mundo islámico, entre 750 y 1100, la ciencia y la tecnología superaban con mucho a las europeas, el islam fue el profesor de Europa. Pero en ese momento algo falló, la ciencia islámica, denunciada por los fanáticos religiosos, se plegó a las presiones teológicas que clamaban por la ortodoxia espiritual (incluso actualmente se traducen anualmente más libros en un país como España que en todo el mundo árabe en el último milenio, http://bit.ly/fjLonM).

El ejemplo más evidente y mejor documentado de la diferente evolución que han seguido a largo plazo los niveles de renta lo proporcionan los casos de China y Europa occidental. Hace dos mil años ambas regiones eran las más avanzadas del mundo en cuanto a tecnología e instituciones de gobierno. En el año 1500 la población asiática era cinco veces mayor que la de Europa occidental. Además, tenía un elevado nivel tecnológico, y era capaz de resistir cualquier intento de conquista por parte de los países europeos. Durante buena parte del último milenio la tecnología naval china fue superior a la europea. Sin embargo, China decidió concentrarse en su comercio interior y abandonó tanto el comercio internacional como su avanzada industria naval. China, a pesar de su precoz desarrollo, quedó atrasada con respecto a Occidente porque «no supo dar el salto desde la experimentación basada en la experiencia, a la innovación apoyada en el experimento científico, que fue, precisamente, lo que hizo Europa durante la revolución científica». Hasta el siglo XX China adoptó una actitud de desprecio hacia la tecnología occidental.



La historia de la industria china ofrece ejemplos de olvido y regresión tecnológica. La corte imperial hacían la veces de custodio de una moral laica superior y perfeccionada, y como tal fijaba la doctrina, juzgaba el pensamiento y la conducta y sofocaba incluso la innovación tecnológica, y las formas exteriores, incluso cuando les hubieran sido útiles. El mal gobierno ahogaba la iniciativa, incrementaba el coste de las transacciones y alejaba a los hombres cualificados del comercio y la industria. En el siglo XIV, Europa occidental alcanzó el mismo nivel de renta per cápita que tenía China, y desde principios del siglo XIX su desempeño se vio fuertemente disminuido producto del acelerado progreso económico que brindó la revolución industrial a los países occidentales. En torno a 1950, los niveles europeos eran ya diez veces más altos.



Como revelan todos estos datos, las demás sociedades ya se estaban quedando rezagadas con respecto a Europa antes de la apertura del mundo (a partir del siglo XV). Los europeos padecieron muchas menos injerencias de este tipo. En lugar de ello, entraron durante estos siglos en un mundo apasionante de innovación y emulación. Los cambios eran acumulativos; las novedades se difundían rápidamente. Un concepto nuevo de progreso sustituyó a la vieja y obsoleta veneración por la autoridad. El espíritu de empresa no conocía trabas en Europa. La innovación tenía éxito y resultaba rentable, y los soberanos y los poderes fácticos tenían una capacidad limitada de frenarla o desalentarla.



Revolución científica

Hasta mediados del siglo XV la mayor parte de la enseñanza fue oral, y el proceso de aprendizaje seguía siendo muy parecido al que había tenido la Grecia clásica, pero todo cambió cuando Gutemberg imprimió su primer libro en Maguncia, en 1455. Cuarenta y cinco años más tarde ya había 220 máquinas de impresión funcionando en Europa occidental, logrando una impresión aproximada de ocho millones de libros. Las universidades aumentaron así su productividad y se abrieron a nuevas ideas.


A mediados del siglo XVI las imprentas venecianas ya habían conseguido editar cerca de 20.000 títulos, incluyendo partituras de música, mapas, libros de medicina y una ingente cantidad de nuevos textos de carácter profano. También aumentó mucho el porcentaje de población con acceso a los libros y, por tanto, crecieron los incentivos para aprender a leer. Hay que señalar que la imprenta supuso una gran revolución para Europa y, excepto en China, ésta no ocurrió en ningún otro lugar del mundo hasta el siglo XIX.


El Renacimiento, la revolución científica del siglo XVII y la Ilustración del XVIII permitieron a las élites occidentales abandonar la superstición, la magia y la sumisión a las autoridades religiosas. El método científico fue, poco a poco, impregnando todo el sistema educativo y ampliando el horizonte intelectual. Se acabó con el mito prometeico sobre el progreso. La ciencia tuvo cada vez mayor influencia, gracias a la creación de las academias científicas y los observatorios, desde los cuales se inició todo tipo de investigaciones empíricas y experimentales.

La ciencia experimentó un enorme progreso en Occidente desde mediados del siglo XVI hasta finales del XVII. Estos avances tuvieron una enorme influencia en la navegación y trajeron consigo cambios revolucionarios en la percepción que los europeos tenían del Universo.


La Revolución industrial (iniciada en Inglaterra en el siglo XVIII y emulada en todo el mundo) hizo más ricos a algunos países y empobreció (comparativamente) a otros; o, más exactamente, algunos países llevaron a cabo una revolución industrial y se enriquecieron y otros no, permaneciendo pobres. Este proceso de selección empezó en realidad mucho antes, durante la era de los descubrimientos.

Curva de crecimiento económico mundial

Para 1800, la ciencia y la economía de mercado del Atlántico llevó a los europeos occidentales a mecanizar la producción y a desatar el poder de los combustibles fósiles. El Reino Unido tuvo la primera revolución industrial del mundo y, para 1850, tomó las riendas del mundo como un coloso. El Reino Unido fue el país líder en términos de productividad del trabajo durante el siglo XIX, y desempeñó un papel muy importante en la difusión de esa productividad al resto del mundo desarrollado. Occidente ya era una locomotora imposible de seguir por otras regiones del planeta.








Para ilustrar ese concepto veamos una interesante presentación de la revolucionaria evolución que ha protagonizado la reciente historia social de la humanidad en términos de economía y esperanza de vida durante los últimos 200 años tras el impulso de la Revolución Industrial en Occidente, se trata de un ingenioso resumen realizado por Hans Rosling calculado sobre un promedio histórico de 200 países.




Europa, norte y sur

Otra de las paradojas que sugiere el tema es la influencia de los países del norte y del sur de Europa durante todo este proceso. A mediados del siglo XVII la revolución científica cambió de escenario, desplazándose del sur hacia el norte de Europa, especialmente a Inglaterra, Francia y Holanda. Los avances de la astronomía y la física fueron acompañados por los conseguidos por las matemáticas y, también, por el diseño de nuevos instrumentos como telescopios, micrómetros, microscopios, termómetros, barómetros, bombas de aire, relojes y máquinas de vapor.

Para algunas naciones, España por ejemplo, la apertura del mundo que trajo consigo el descubrimiento de América fue una invitación a la prosperidad y la ambición, un antiguo modo de proceder, pero a una escala mucho mayor. Los europeos descubrieron en el Nuevo Mundo nuevas gentes y animales pero, sobre todo, nuevas plantas: algunas nutritivas (maíz, cacao, patata, boniato), otras adictivas y peligrosas (tabaco, coca), algunas útiles para la industria (nuevas maderas duras, caucho). Los nuevos alimentos modificaron las dietas de todo el mundo. El maíz, por ejemplo, se convirtió en producto básico de las cocinas italianas, mientras que las patatas se convirtieron en la fécula principal de la Europa situada al norte de los Alpes y los Pirineos, llegando a sustituir el algunos lugares al pan (Irlanda, Flandes). Tuvo tanta importancia que algunos historiadores han visto en la patata el origen secreto de la "explosión" demográfica europea en el siglo XIX.



Irónicamente, las naciones que habían iniciado el proceso, España y Portugal, fueron al final las perdedoras. Su nueva riqueza le llegaba en bruto, en forma de dinero que gastar o invertir. España optó por gastar, en el lujo y en la guerra. España gastó tanto más libremente cuanto que su riqueza fue inesperada, no ganada a pulso. España gastó gran parte de su riqueza en los campos de batalla de Italia y Flandes. Mientras tanto, la riqueza de las Indias afluía cada vez menos a la industria española, porque los españoles ya no tenían por qué seguir fabricando cosas, pues podían comprarlas… Como un feliz súbdito de la corona lo expresó en 1675, el mundo entero trabaja para nosotros: "Que Londres produzca tantos de esos paños suyos como le plazca; Holanda, sus cambrayes; Florencia, sus telas; las Indias, sus armiños y vicuñas; Milán, sus bordados; Italia y Flandes, sus linos, mientras nuestra capital pueda gozar de ellos. Lo único que ello demuestra es que todas las naciones envían jornaleros a Madrid, y que Madrid es la reina de los parlamentos, pues todo el mundo la sirve y ella no sirve a nadie."

Suena bien, pero no es bueno. La riqueza nunca reemplazará al trabajo, ni las riquezas a los ingresos. Un embajador marroquí en Madrid comprendió en 1690-1691 la naturaleza del problema: "… la nación española posee hoy la mayor riqueza y las mayores rentas de todos los cristianos. Pero el amor al lujo y las comodidades de la civilización les han superado, y raramente se encontrará a alguien de esta nación que se dedique al comercio o viaje al extranjero por motivos comerciales, como hacen otras naciones cristianas como los holandeses, los ingleses, los franceses, los genoveses y otros. De igual modo, la artesanía a que se dedican las clases más bajas y la gente del común son objeto del desprecio de esta nación, que se considera superior con respecto a las demás naciones cristianas."

Cuando la gran afluencia de metales preciosos se detuvo, el país entró en un largo periodo de declive. En el siglo XVII, la economía española se derrumbó. La población dejó de crecer, acosada por epidemias y hambre. Las naciones de Europa del norte prosperaron merced a la apertura del mundo. Extrajeron y refinaron aceite de ballena, cultivaron, vendieron y revendieron cereales, tejieron paños, fundieron y forjaron hierro, cortaron madera y explotaron minas de carbón. Se ganaron sus propios imperios. Construyeron su prosperidad fomentando las cosechas renovables y la continuidad en las actividades industriales, y no la extracción de minerales que acaba por agotarse.

El adelanto del norte con respecto al sur llamó la atención ya en aquella época. A partir del siglo XVIII, los observadores explicaron esta diferencia en términos psicológicos. Se decía que los nórdicos eran tercos, torpes y diligentes. Trabajaban dura y eficientemente, pero no tenían tiempo para disfrutar de la vida. En cambio, los del sur se veían despreocupados y felices y más dados al ocio que al trabajo. Este contraste se vinculaba a la geografía y al clima: cielos nublados o despejados, frío frente a calor. Estos estereotipos contienen una onza de verdad y una libra de pereza mental. No cuesta nada refutarlos. El "declive y ocaso" de España recuerda al de Roma: plantea la cuestión fascinante del éxito frente al fracaso, un tema que nunca cansará a los estudiosos.

Probablemente la explicación más polémica sea la que formula el sociólogo alemán Max Weber, él sostiene la tesis de que el protestantismo fomentó la eclosión del capitalismo moderno y la aparición de la ciencia moderna. La tesis de Weber, es que en aquel momento y en aquel lugar (norte de Europa, siglos XVI a XVIII), la religión fomentó el florecimiento de un tipo de hombre que hasta ese momento había sido excepcional y fortuito, y que ese hombre creó una economía nueva (un nuevo modo de producción) que conocemos como capitalismo (industrial).

No sólo se desplazó el dinero del sur hacia el norte; también lo hicieron los conocimientos. Y fueron ellos, particularmente en el terreno científico, los que dictaron las posibilidades económicas. En los siglos que precedieron a la Reforma, el sur de Europa era un importante centro educativo, lleno de efervescencia intelectual: España y Portugal, por su condición de frontera entre la civilización cristiana y musulmana y por contar con la intermediación de los judíos, e Italia, que tenía sus contactos particulares. España y Portugal declinaron pronto, debido a su pasión religiosa y cerraron las puertas a todo lo extraño y potencialmente herético, pero Italia siguió aportando algunos de los matemáticos y científicos punteros de Europa.

La Reforma protestante, sin embargo, modificó el panorama. Dió un impulso muy vivo a la lectura y escritura, espoleó disidencias y herejías, y fomentó el escepticismo y el rechazo de la autoridad consustanciales a las actividades científicas. Los países católicos, en lugar de recoger el guante, respondieron al desafío cerrándose en sí mismos e imponiendo la censura. Las universidades quedaron reducidasa centros de adoctrinamiento. De modo que la Península Ibérica y la Europa Mediterránea en su conjunto perdieron el tren de la llamada revolución científica.

El historiador británico Hugh Trevor-Roper ha afirmado que fue esta involución reaccionaria y antiprotestante, más que el propio protestantismo, lo que selló el destino del sur de Europa durante los tres siglos siguientes.

Y es que si alguna lección puede sacarse de la historia del desarrollo económico, es que la cultura es el factor determinante por excelencia.


¿La capacidad de reflexionar y meditar propicia la infelicidad?

Divagar, meditar, reflexionar, elucubrar... todas estas capacidades permiten al ser humano aprender, razonar y planificar, suponiendo un importante logro cognitivo... pero también podrían llevar consigo un importante coste emocional.

El pensamiento errático tiene el honor de ser el responsable de grandes descubrimientos como la ley de la gravedad de Newton, pero el precio que estamos pagando por pensar y soñar despiertos en lugar de centrarnos en lo que estamos haciendo podría ser alto.


Y es que según los resultados de un estudio de la Universidad de Harvard de Cambridge, publicado en la revista Science, las personas reflexivas son más infelices. Para llevar a cabo su estudio, los científicos (Matthew Killingsworth y Daniel Gilbert) desarrollaron una aplicación para iPhone y contactaron con más de 2000 voluntarios para conocer en cada momento donde estaban, qué hacían, en qué pensaban y el grado de felicidad que experimentaban en cada momento. De este modo consiguieron reunir una gran base de datos en tiempo real sobre los pensamientos, sentimientos y acciones de una amplia gama de personas, a las que la aplicación formulaba una serie de preguntas de forma aleatoria a lo largo del día.

Una vez reunidos los datos suficientes, los investigadores analizaron la información que ha servido para concluir principalmente que las personas son menos felices cuando reflexionan y le dan vueltas a los asuntos cotidianos, que cuando no lo hacen.

Los resultados de la investigación también muestran que la mente de las personas divaga de forma frecuente, con independencia de lo que están haciendo, y que este simple hecho es el indicador más fiable para determinar su grado de felicidad que cualquier otro, es decir, que el hecho de encontrarse divagando prueba que no se siente bien en ese momento. Hacer el amor, el ejercicio, la buena conversacion, jugar, escuchar música o pasear son por orden las actividades que más influyen en la felicidad de las personas según la mayoría de las respuestas de los usuarios.

La capacidad de divagación "parece ser el modo operativo por defecto del cerebro", explican Matthew Killingsworth y Daniel Gilbert, de la Universidad de Harvard. Sin ella, ciertas situaciones serían terriblemente aburridas, como conducir durante horas, tomar el sol o correr. Pero parece que 'abusamos' un poco de este recurso


A diferencia de otros animales, los seres humanos dedicamos mucho tiempo a pensar en eventos que tuvieron lugar en el pasado, que podrían suceder en el futuro o incluso imaginando sucesos que nunca ocurrirán. Y este parece ser un modo de funcionamiento habitual del cerebro. El pensamiento errático es una excelente forma de predecir la felicidad de la gente, subraya Killingsworth. De hecho, "la frecuencia con la que nuestras mentes abandonan el presente y hacia dónde tienden a ir es mejor factor predictivo que las actividades en las que estamos inmiscuidos", añade.

Así pues, los autores concluyen que aunque la capacidad de reflexionar permite al ser humano aprender, razonar y planificar y supone un importante logro cognitivo, lleva consigo un coste emocional.

Una persona reflexiva, es capaz de preveer, contemplar y asimilar los buenos momentos y los malos, manteniendo sus cotas de felicidad/infelicidad dentro de una escala bastante sostenida. No suele ser "excesivamente feliz", ni "excesivamente infeliz", puesto que reflexionar le permite evaluar en perspectiva su situación a lo largo del tiempo.

Según este estudio, si quieres estar contento no deberías soñar despierto y por el contrario deberías centrarse en el presente, aunque éste sea desagradable...

Hombres y mujeres

Por otra parte estudios relacionados han demostrado que hombres y mujeres difieren drásticamente en su acercamiento a las emociones negativas como la tristeza. En concreto, los hombres tienden a evitarlas, las mujeres no.

Las mujeres suelen quedar atrapadas en las emociones negativas, en una espiral de desesperanza e inmovilidad (lo que motiva que sean dos veces más propensas a desarrollar depresión que los hombres). Durante la última década, Nolen-Hoeksema, profesora de psicología en la Universidad de Michigan, ha encontrado que las mujeres están mucho más inclinadas a reflexionar y cavilar sobre el estrés y las decepciones que encuentran en su día a día. Se centran en los síntomas de angustia y las posibles causas y las consecuencias, de manera repetitiva y pasiva. ¿Y qué es lo que las mujeres tienden meditar y pensar? La respuesta corta es, casi todo: su apariencia, su familia, su carrera, su salud. Pero la mayor parte del tiempo sobre sus relaciones y sobre su cuerpo.

Fuente: elmundo, lavanguardia

domingo, 7 de noviembre de 2010

¿Cocinar nos hizo humanos?

Reconozcámoslo: nos encanta comer (bien). Para la mayoría constituye un verdadero placer. Y, además, es un acto que nos gusta compartir. De ahí que la mayoría de las celebraciones y festejos pasen por los fogones: cumpleaños, bodas, Navidad.

La cocina es un rasgo distintivo y único de la especie humana. Ningún otro animal tiene capacidad intelectual para prepararse ni tan sólo un filete a la parrilla –lógicamente, tampoco su anatomía se lo permitiría en la mayoría de los casos–. Y, sin embargo, al contrario de lo que podríamos pensar, cocinar no es para nada un invento moderno, sino que tiene cientos de miles de años, como también el acto de reunirse alrededor de unos buenos manjares.



De hecho, cocinar podría ser incluso anterior a la humanidad. Existe una hipótesis científica novedosa que defiende que el arte de preparar la comida fue el detonante que nos hizo abandonar definitivamente a nuestros antepasados simios y convertirnos en personas. Y no sólo eso, sino que además, cocinar impulsó el desarrollo de sociedades complejas. "Nuestra capacidad para mejorar el consumo y aprovechar los alimentos es la clave para entender el salto evolutivo que nos separó del resto de los simios", afirma el primatólogo y profesor de Antropología Biológica de la Universidad de Harvard, Richard Wrangham. "No somos lo que comemos, sino el cómo lo comemos".

Hasta ahora, la idea más aceptada entre la comunidad científica era que la incorporación de carne cruda a la dieta de nuestros antepasados homínidos había permitido el cambio evolutivo en la especie humana. Hace unos siete millones de años, los simios dejaron de vivir en los árboles para hacerlo en la sabana, debido a que las condiciones climáticas se modificaron y los árboles comenzaron a escasear. Aquellos individuos llevaban una dieta a base de frutos, tallos, hojas, ciertos granos y semillas e insectos, es decir, alimentos que les aportaban pocas calorías, por lo que tenían que invertir la mayor parte de su tiempo en buscar comida si querían sobrevivir.

No obstante, esa dieta a base de plantas, tubérculos e insectos hacía que aquellos primeros homínidos tuvieran un sistema digestivo enorme, con unos intestinos larguísimos, que necesitaba estar muy irrigado con sangre, que acaparaba casi por completo el sistema nervioso y que los obligaba a destinar la mayor parte de su energía a la alimentación. El aparato digestivo resultaba extremadamente costoso en términos de recursos e impedía que se desarrollaran otros órganos, como el cerebro. Y también consumía mucho tiempo. Apenas podían hacer otra cosa a lo largo del día que no fuera buscar comida y comer.

Todo eso empezaría a cambiar con la incorporación a la dieta de la carne cruda. Fue toda una revolución, porque la carne es mucho más cercana a nosotros, que estamos hechos de músculos, que las plantas, y más fácil de digerir que estas. Aporta muchas más calorías por gramo que los vegetales. Fue un cambio importantísimo, porque eso hizo que pudiéramos tener un tubo digestivo más corto, que gastara menos energía, y esa energía se empezó a destinar a otras partes del cuerpo, sobre todo al cerebro. Los homínidos comenzaron a cambiar su dieta casi exclusivamente vegetariana por otra con más contenido en proteínas y grasas de origen animal e iniciamos un proceso para lograr una inteligencia cada vez mayor y única entre los primates. Comer carne no nos hizo más inteligentes, pero para conseguir esta fuente de energía tuvimos que tener unas capacidades intelectivas que no necesitaban los australopitecos.

Este cambio en la dieta tuvo repercusiones fisiológicas en los homínidos: el tubo digestivo comenzó a recortarse, puesto que ya no se necesitaba un aparato tan largo y complejo para digerir los vegetales. De esta manera, el cuerpo ahorraba energía que se podía emplear en el desarrollo del otros órganos. Así, conforme el aparato digestivo iba menguando, el cerebro iba creciendo. La carne no sólo supuso cerebros más grandes, sino que también puso punto final a la necesidad de estar todo el día comiendo para mantener los niveles de energía necesarios. Y eso les dejó tiempo libre para empezar a relacionarse más con sus compañeros e incluso intimar más y tener más hijos.

¿La cocina nos hizo humanos?


Para el primatólogo de Harvard Richard Wrangham y otros investigadores, la última vuelta de tuerca, la decisiva, fue el hecho de que nuestros antepasados empezaran a cocer la carne. Porque eso la hacía más digerible y se liberaba aún más energía que se podía destinar, entre otras cosas, al cerebro.


Wrangham realizó varios experimentos, uno de ellos con serpientes pitones. Primero les dio carne cruda, sin procesar, y midió su índice metabólico. Vio que aquellos reptiles necesitaban hacer trabajar el estómago bastante para digerirla. A continuación, les ofreció carne triturada y vio cómo el índice metabólico bajaba. Lo mismo ocurría con otros animales, como el chimpancé, que debía dedicar cinco o seis horas para comer y digerir carne cruda, y, en cambio, apenas dos o tres cuando estaba procesada.

Y quizás eso fue también lo que les pasaba a nuestros antepasados. Al pasar la carne por el fuego, a unos 60 o 70ºC, se derrite el sistema conjuntivo, lo que reduce al mínimo la fuerza que hay que hacer para cortarla y masticarla. Lo mismo ocurre con los vegetales: no es lo mismo hincarle el diente a una patata cruda que a una frita o hervida. Cocinar rompe las células de los alimentos, lo que hace que nuestros estómagos tengan menos trabajo para liberar los nutrientes que el cuerpo necesita. Es como una especie de predigestión.

El hecho de preparar los alimentos produjo una serie de cambios en el organismo y la fisonomía de los primeros homínidos. Para empezar, como les costaba menos masticar y digerir la carne cocinada, empleaban menos energía y las calorías sobrantes les servían para, por ejemplo, tener un mejor sistema inmune, poder caminar mayores distancias, dedicarse a engendrar más crías y que estas fueran más fuertes. A su vez, las crías podían pasar de alimentarse de la leche materna a comer verduras y carnes cocinadas más fácilmente, lo que liberaba antes a sus madres, que, de esta manera, podían iniciar de nuevo el ciclo reproductivo.

El aprender a manipular y preparar los alimentos comportó cambios físicos. Los dientes se hicieron más pequeños, así como la caja torácica, que ya no debía albergar unos intestinos enormes. No obstante, los cambios más importantes se produjeron en nuestra materia gris. El cerebro aumentó de volumen, llegó hasta el 1,4 kg de peso actual y se convirtió en el más grande del reino animal en relación con nuestro tamaño.

Los fogones, además, permitieron que el tiempo que aquellos homos destinaban antes a devorar la carne y las verduras crudas lo pudieran emplear en cazar, en montar mejores campamentos y en dedicarse a otros quehaceres, como por ejemplo, trabar relación con el vecino y empezar a socializarse. Y es que, de no cocinar, tendríamos que pasar una media de cinco horas ingiriendo comida cada día para poder extraer las calorías que nuestro organismo necesitaría para sobrevivir. Y nos pasaríamos nada menos que unas seis horas digiriendo. Eso nos poco tiempo para trabajar, dormir, estar con la familia o ir al cine.

Para Eduardo Angulo, investigador de la Universidad del País Vasco, la cocina, además, obligó a ejercitar el intelecto en otro sentido, puesto que cocinar supone planificar la recolección o captura del alimento, conservarlo, decidir si se da más o menos alimento a los niños, o si a los ancianos les tocan las piezas más tiernas.

Si tuviéramos que imaginarnos los platos de aquellos primeros antecesores, quizás pensaríamos en cosas sencillas: un trozo de carne de algún antílope, raíces, algunos tubérculos…Pero lo cierto es que ya aquellos primeros homínidos le echaban imaginación a esto de la cocina. Por ejemplo, hace unos 20.000 años, pescaban carpas en los lagos de Centroeuropa, las envolvían en barro y, cuando este se secaba y formaba una capa dura, enterraban el pescado y encima encendían una hoguera; el calor se filtraba en el interior de la tierra y se hacía el pescado, casi en papillote.

Cocinar, ahumar o preparar los alimentos para conservarlos era un trabajo en equipo, por lo que ayudaba a establecer mayores lazos entre los miembros del grupo. Y en ocasiones, se utilizaba como reclamo para el sexo. De ahí que algunos paleoantropólogos opinen que la cocina nos convirtió en la especie inteligente y sexual que somos.

Fuente: Redes, lavanguardia

¿Quiénes son y cuál es la procedencia de los mayores genios de nuestra historia?

Si tuviésemos que seleccionar a un reducido grupo de personas que hayan habitado nuestro planeta durante toda su historia de forma que se eligiesen a aquellos personajes más virtuosos, más inteligentes, y aquellos que hayan alcanzado las mayores cotas de excelencia en su campo, ¿a quiénes seleccionaríamos?, ¿quiénes han aportado más a la humanidad?

¿Quiénes son los mayores genios de nuestra historia?, ¿de qué países procedían?, ¿qué países han aportado mayor talento a la humanidad?


He tratado de responder a ambas preguntas con un pequeño trabajo de documentación componiendo un listado base de unos 150 personajes célebres en base a la repercusión e influencia universal que ha tenido su aportación (descubrimiento, innnovación científica, excelencia artística, etc). No están todos los que son, ni son todos los que están... esa es una premisa básica, principalmente he pretendido que el listado sea representativo y la muestra lo suficientemente fiable para poder estudiar el colectivo de manera estadística. Es materialmente imposible realizar un listado incuestionable sobre el tema que nos ocupa, siempre echaremos en falta o pensaremos que sobra alguien.

Por tanto para componer una lista lo más objetiva y representativa posible me he basado inicialmente en rankings representativos y mundialmente conocidos. Por una parte estaría la lista de "Los 100", un ranking de las personas más influyentes en la historia realizada por el astrofísico norteamericano Michael H. Hart. Otra fuente ha sido el ranking de los "100 genios mas grandes de la historia" realizado por Tony Buzan. También he utilizado el listado aportado por la psicóloga Catherine Cox incluído en su obra "Early Mental Traits of 300 Geniuses". Posteriormente he incluido una serie de personalidades que por su importancia he considerado necesario que aparezcan reflejados y que por unos motivos u otros no aparecían en la preselecciones iniciales.

Como podrá observarse en la lista hay una presencia mayoritaria de personalidades relacionadas con el mundo de la ciencia, el motivo es claro, si algo ha posibilitado que en pleno siglo XXI dispongamos del nivel de vida y los medios técnicos que nos facilitan el día a día ha sido la ciencia. El desarrollo exponencial de todas las ramas de la ciencia en estos últimos siglos ha sido también una de las causas fundamentales de que la mayoría de las personalidades que se reflejan en la lista hayan vivido en los últimos 300 años.

No se han incluido héroes militares, políticos o líderes religiosos (aunque sí algunas referencias éticas y en valores humanos como Gandhi o Mandela), personalmente estimamos que hay perfiles y personalidades que globalmente han sido más útiles a la humanidad y cuya aportación realmente ha marcado una diferencia en la forma de vida de generaciones posteriores.

Por último comentar que el listado no pretende establecer ningún tipo de ranking o clasificación, no es ese el propósito del mismo, cuantitativamente es igual de importante quien aparece en las primeras posiciones que los que lo hacen en los últimos puestos del listado.








¿De dónde procedían de forma mayoritaria?

Pues según mi estadística la palma se la lleva el mundo anglosajón, el Reino Unido sería el país que más talento humano ha aportado cuantitativamente en la historia de la humanidad, aunque es imposible no destacar el fantástico resultado cosechado por Estados Unidos teniendo en cuenta que estamos hablando además de un país extremadamente joven (sólo computa en los dos últimos siglos).



En tercer lugar se ubicaría Alemania, la actual locomotora económica de Europa ha sido también en el pasado un vivero innegable de talentos en el mundo de la ciencia, la filosofía o incluso la música.

Tras la espectacular aportación de británicos, estadounidenses y alemanes aparecen ya países de influencia latina. La cuarta y la quinta plaza es para Francia e Italia, la aportación de Italia en la historia de la humanidad es incuestionable, desde el explendor de la Roma antigua a la brillantez de sus ciudadanos renacentistas y sin olvidarnos de su aportación en periodos más recientes. Por su parte Francia ha dejado un legado incuestionable en muchos campos de la ciencia y la cultura.

Si nos detenemos en este punto tendríamos que Reino Unido, Estados Unidos, Alemania, Francia e Italia acapararían casi dos tercios del total de personalidades y genios evaluados. Países que han formado parte de la vanguardia mundial en los últimos siglos, densamente poblados y con buena calidad de vida, un caldo de cultivo ideal para fomentar el progreso humano.



Si continuamos el repaso veremos que siguiendo a los cinco países antes resaltados aparecerían Grecia y España, la espectacular aportación de la Grecia clásica ha hecho posible que un país que actualmente es menos relevante en ambitos científicos aparezca en el top 10. En el caso español hay que comentar que destaca como potencia mundial en cuestiones artísticas y de humanidades (Cervantes, Picasso, Velázquez...) pero en cambio se observa un déficit brutal en todas las ramas de la ciencia, un lastre que todavía hoy arrastramos y que parece evidente que siempre nos ha acompañado... Igualmente aunque sólo sea por su aportación e influencia histórica y cultural la presencia de España entre los diez primeros puestos es incuestionable y justa.

Y del octavo puesto hasta el final vemos interesantes aportaciones de Suiza, Austria u Holanda (en relación a su población). Como anécdota resaltar la poca relevancia que han jugado en el pasado los ciudadanos de los países escandinavos, países que actualmente estan en vanguardia mundial en calidad de vida y capacidad de innovación.

Premios Nobel

Por otra parte y si tomamos los Premios Nobel y su estadística de premiados como elemento de contraste y de comparación con la estadística previa (al menos durante el último siglo) podremos observar bastantes similitudes. La tendencia a la alza de Estados Unidos se confirma, siendo el país con mayor número de galardonados, seguido del Reino Unido, Alemania y Francia. Como puede observarse los resultados son muy similares a los que mostramos con anterioridad en el estudio. Puede apreciarse la enorme aportación, en relación a su población, de países como Suiza, Suecia, Holanda o Austria.



Rasmussen College Online




Anexo

Por último y para complementar el post quiero hacer referencia al trabajo del escritor Charles Murray en su obra ‘Human Accomplishment’ (2003), que trata de ser un compendio de los “hombres más notables” entre 1400 y 1950. El listado de Murray trata de ser objetivo, en tanto consiste en un análisis estadístico de las apariciones de los genios de los diversos campos del saber y de las artes en enciclopedias, libros de referencia e índices.


Fuente: Elaboración propia

martes, 2 de noviembre de 2010

Disonancia cognitiva, ¿pensamiento crítico o pensamiento único?

Es más que probable que usted esté familiarizado con la siguiente situación: está charlando tranquilamente con sus amigos y de repente unos comentarios sobre política hacen que el ambiente empiece a cargarse. Pronto comienza una discusión en la que cada uno defiende a un determinado partido, exponiendo a los demás sus razones. Todos conocemos más o menos cómo terminan estas cosas: al final de la discusión nadie ha logrado su objetivo, convencer a los demás. Lo más triste es que uno no puede evitar tener la sensación de que los argumentos expuestos por cada bando sólo trataban de convencer a sus propios partidarios. O al menos así lo parece.


En estas situaciones siempre da la impresión de que, en realidad, no defendemos cierta postura por una serie de razones (las que ofrecemos a los demás), sino que damos esas razones porque defendemos cierta postura. Dicho de otra forma, no nos molestamos en pensar lo que hacemos, pero sí que nos molestamos en pensar cómo vamos a justificar (ante los demás y ante nosotros mismos) lo que hemos hecho.

Y es que el ser humano tal vez no sea un animal muy racional, pero de lo que no hay duda es de que es un animal un poco obsesionado por la coherencia. Y también por la apariencia. Una vez tomada una decisión, nos cuesta reconocer que tal vez nos hayamos equivocado. Nos resulta más fácil ponernos a defender la alternativa elegida con uñas y dientes, porque así podemos percibirnos a nosotros mismos como personas coherentes, y porque, además, defendiendo nuestra elección, nos convencemos de que hemos elegido bien, de que somos personas sabias, con convicciones sólidas... y un largo etcétera.

Este tipo de fenómenos han sido bien estudiados por los psicólogos y cuentan desde hace tiempo con explicaciones interesantes, como la teoría de la disonancia cognitiva de Leon Festinger. Según este autor, las personas nos sentimos incómodas cuando mantenemos simultáneamente creencias contradictorias o cuando nuestras creencias no están en armonía con lo que hacemos. Por ejemplo, si normalmente votamos al partido A pero resulta que nos gusta más el programa electoral del partido B, es posible que sintamos que algo no marcha bien en nosotros. Según la teoría de la disonancia cognitiva, las personas que se ven en esta situación se ven obligadas a tomar algún tipo de medida que ayude a resolver la discrepancia entre esas creencias o conductas contradictorias. En el ejemplo del partido político, podemos optar por cambiar nuestro voto en las próximas elecciones, o bien podemos dar menos valor a los contenidos del programa del partido B (por ejemplo, recordando que en realidad pocos partidos cumplen con todo lo que prometen en sus programas).


De la misma forma, cuando en una discusión una persona deja clara su postura, a continuación se ve obligado a dar argumentos a favor de la misma. Incluso cuando se sacude la confianza de una persona en sus creencias, se convierte en unos defensor más acérrimo de las mismas. Si no lo hiciera, se vería obligado a reconocer que la alternativa contraria también es válida, lo que entraría en contradicción con sus creencias previas, o tendría que admitir que en realidad no tiene ninguna razón para sostener tal postura, lo que entraría en contradicción con una creencia aún más importante: "soy una persona inteligente y con fundamento". La teoría de la disonancia cognitiva es una hipótesis sugerente que nos permite entender de forma sencilla muchas de las aparentes paradojas y sinrazones del comportamiento humano, algunas de las cuales (como las anteriores) se muestran en cada detalle de nuestra vida cotidiana. Y, frente a otras explicaciones muy atractivas pero poco rigurosas de la interacción social, cuenta con la ventaja de estar respaldada por numerosos experimentos.



Las personas necesitamos ser congruentes con nosotras mismas y justificar nuestras acciones incluso cuando las hemos realizado sin razón alguna o cuando desconocemos los motivos. Lo peor es que esta tendencia a dar explicaciones de lo que hacemos acaba convirtiéndonos en esclavos de lo que ya hemos hecho, de unas elecciones que, de haberlo pensado, tal vez no hubiésemos realizado. Una vez elegida la pala, preferimos ponernos a limpiar el gallinero antes que reconocer que no sabemos por qué la elegimos. Y dado que, ya sea por ser impulsivos o por no pararnos a pensar lo suficiente, rara vez sabemos por qué hacemos las cosas, gran parte de nuestra vida se convierte en una actuación para nosotros mismos.

La teoría de la disonancia cognitiva nos dice que tendemos a producir relaciones consonantes con nuestras creencias y a evitar la disonancia. Pondré un ejemplo que fue objeto de estudio y que clarificara este concepto enormemente. Está demostrada por múltiples estudios la relación entre la probabilidad de padecer un cáncer de pulmón y el hecho de fumar. La mayoría de los fumadores conocen este dato. La manera más sencilla de reducir esa disonancia (que nos produce malestar psicológico) sería dejar de fumar. Las personas que no quieren dejar de fumar tienen pues un problema. ¿Qué sucede entonces? Que esas personas tienden a minimizar el riesgo entre fumar y tener un cáncer incluso llegan a afirmar que esa relación no está comprobada. Otro método es justificar su conducta con frases del tipo: de algo hay que morirse. ¿Os suena esa manera de autoconvenceros de algo?

Los estudios posteriores vieron que esta tendencia a evitar la disonancia se ve favorecida por los siguientes aspectos:

- Compromiso. Cuando te sientes comprometido con algo ( pensemos por ejemplo en las ideologías políticas), tiendes a eliminar cualquier elemento que produzca disonancia. Éste sería uno de los factores que explica que los votantes fieles a un partido político le sigan votando aunque éste no haya cumplido sus expectativas, usando todo tipo de justificaciones.

- Volición. Para que se experimente disonancia has de tener la sensación de que la decisión que tomas depende totalmente de tu voluntad ( en el ejemplo citado, la libertad de elegir a quien votas). Cuando las cosas dependen de nuestra voluntad la disonancia se manifiesta de manera más fuerte ya que no podemos justificar haber tomado esa decisión por sentirnos obligados. Ejemplo: eso va en contra de mi manera de pensar pero si no lo hacía mi jefe me despedía .

-Recompensa. En contra de lo que pudiera parecer cuanto menor es la recompensa obtenida por una conducta mayor es la necesidad de eliminar la disonancia. En los ejemplos citados sería algo así como decir: hago esto que va en contra de lo que yo pienso y creo porque me pagan muy bien por hacerlo. La recompensa justifica la disonancia, es una especie de: No tengo más remedio.Si no existe recompensa, tendré que “tragarme la disonancia” o eliminarla de otra manera.

Disonancia cognitiva en grupos

Como dice el filósofo Gustavo Bueno: 100 individuos, que por separado pueden constituir un conjunto distributivo de 100 sabios, cuando se reúnen pueden formar un conjunto atributivo compuesto por un único idiota.

Individualmente, solemos hacemos trampas cuando buscamos la verdad. Pero si estamos en grupo, el grupo todavía hace más trampas: la democracia del pensamiento, en ese sentido, es más un problema que una solución. La diversidad de voces no ofrece más garantías de obtener la verdad, como sostiene Dieter Frey, profesor de psicología en Munich. Los grupos se aferran más habitualmente que los particulares a las informaciones que les resultan agradables, dudan menos del acierto de sus decisiones y hacen menos caso de los argumentos contrarios, por muy cargados de razón que vengan.

Así pues, los equipos homogéneos formados exclusivamente por seguidores fieles a una línea de partido político, por ejemplo, están más cohesionados, y son muy selectivos. Las minorías que sustentan opiniones discrepantes suelen fomentar un tratamiento más equilibrado de la información, aunque también la pertenencia a un grupo sectario tiende a reforzar los rasgos de obstinación ya presentes en el individuo.

¿Por qué se produce esta mentalidad gregaria y se usan anteojeras ideológicas? Por una parte, la situación grupal genera una cierta necesidad de justificación. Los afiliados se convencen los unos a los otros, se reafirman, buscan la tranquilidad mental y la seguridad en el seno del grupo. Las informaciones subversivas siempre son inoportunas, por cuanto amenazan la armonía colectiva. Otra cosa que producen los colectivos es una disolución automática de la responsabilidad. El pensamiento crítico e independiente es la primera víctima de esas tendencias uniformadoras.

Todos estos mecanismos psicológicos nos llevan a ser personas altamente influenciables por el llamado pensamiento único. Si constantemente nos vemos bombardeados por ideas y creencias que parecen sólidas, podemos llegar a tomarlas como ciertas. Ese bombardeo empieza desde nuestra tierna infancia ( muchas veces realizado por personas en las que confiamos totalmente). Una vez que esas creencias se instalan en nosotros nos es muy difícil salirnos de ellas. Una de las maneras más importante de lograrlo es con: Educación, estudio y reflexión. Y no vale cualquier tipo de educación, sólo sirve aquella que fomente verdaderamente el pensamiento crítico.