sábado, 7 de agosto de 2010

¿Creer o no creer?, ésa es la cuestión

¿Son las creencias y supersticiones un aspecto inevitable de la naturaleza humana?

En una sociedad fundamentada en la ciencia y la tecnología, la superstición sigue gozando de una salud de hierro. La tendencia a creer en lo sobrenatural es común en el hombre moderno. Por ejemplo, nueve de cada diez personas han notado alguna vez, en algún lugar a sus espaldas, que alguien que no veían les estaba mirando. Así lo asegura Bruce Hood, director del Bristol Cognitive Development Centre (Reino Unido), en su libro SuperSense (HarperCollins, 2007). Por muy irracional e infundada que sea esta sensación, parece estar del todo generalizada.



Hace unos años, Hood realizó un experimento con 200 estudiantes de su clase. Les pasó un cuestionario en el que les preguntaba: "¿Crees que puedes notar cuando alguien te mira por detrás?". El 90% de los estudiantes, todos ellos universitarios y expertos en temas científicos, contestó que sí. En este caso, la percepción equivocada se fundamenta en una idea falsa sobre cómo funciona la vista. Esta concepción errónea y común se combina con una experiencia típica: en circunstancias sociales en las cuales una persona se siente incómoda, esa persona puede pensar que alguien la está mirando, girarse y encontrar que, efectivamente, hay alguien aguardando. La mente se olvida fácilmente de todas las veces en las cuales uno se gira y nadie está allí observando y, gracias a esta memoria selectiva, la ilusión se acaba de consolidar. Por eso, tendemos a creer que si alguien nos observa desde detrás nos daremos cuenta de ello. Pero es absolutamente falso.

Convicciones ilusorias como la que acabamos de explicar son frecuentes, según Hood. El cerebro humano ha evolucionado para reconocer patrones, buscar estructura y orden incluso allá donde todo parece azaroso. Si se tira un puñado de granos de café sobre la mesa, por ejemplo, el sistema perceptivo automáticamente los agrupa en un patrón. El caso es que la mente humana no acaba de aceptar que pueda haber sucesos del todo casuales. Pero, además de detectar patrones, los humanos también intentan inferir los mecanismos que los provocan. Esto hace que se llegue a ideas erróneas sobre lo que ha generado el patrón.

Según Hood, las creencias irracionales son la derivación natural de este irreprimible instinto humano hacia la búsqueda de patrones y explicaciones. Para demostrarlo, el investigador cita el caso de su suegro, un neurocirujano muy acostumbrado a ver cómo los daños cerebrales generan alucinaciones. Seis semanas tras la muerte de su mujer, el médico les aseguró a sus familiares que acababa de ver a su mujer en el borde de su cama, aún siendo un ateo convencido. No se trata de un caso aislado. Hood asegura que el 50 % de los cónyuges de personas que han fallecido hace poco están totalmente convencidos de que sienten la presencia de la persona amada que se ha ido. En esencia, según Hood, las creencias son inevitables. Al contrario, lo verdaderamente antinatural es "no creer". Por ejemplo, es necesario un gran esfuerzo para que los niños entiendan la idea de la muerte. Hood cita experimentos con marionetas, en los cuales se les dice a un grupo de niños: "Imaginad que un cocodrilo se come a un ratón". Se les enseña las marionetas del cocodrilo y del ratón, se representa la acción, y luego se les pregunta: "¿Creéis que el ratón necesita comer?" y dicen: "No, no necesita comer, pero se siente solo, está solo ahí dentro del cocodrilo". Entienden algunos aspectos del fin de la existencia, pero la noción de que la mente deja de existir les resulta un concepto muy difícil. Por eso la vida después de la muerte, la idea de que existe algo cuando morimos, resulta completamente coherente y verosímil. Casi imprescindible.



Sin embargo, no es necesario plantearse las grandes preguntas existenciales para encontrar creencias irracionales. Por ejemplo, el tenista John McEnroe evitaba a toda costa pisar la línea blanca, sin ninguna razón consistente. Por otro lado, el futbolista David Beckham, cuando va a una nevera, se asegura de que las latas estén siempre en parejas. Hood no menosprecia estas formas de creencias, en apariencia, ridículas. El investigador cita un artículo publicado en la revista Science que demostraba que, si se pone a las personas en una situación estresante, empezarán a ser más supersticiosas. La explicación es otra vez la incapacidad humana de encararse a la aleatoriedad. Si se pone a alguien en una situación en la que no pueda predecir qué pasará, necesitará crearse un fetiche de seguridad. Es la llamada "ilusión de control".

Sam Harris, licenciado en filosofía y doctor en neurociencias por la Universidad de California, en Los Ángeles (EE. UU.), además de autor del bestseller El fin de la fe, discrepa radicalmente de este punto de vista. Según Harris, las creencias no perviven porque sirvan de algo, sino porque nuestra cultura les ha reservado un estatus especial, que las exime de recibir todas las críticas que recibiría cualquier otra afirmación. El Informe sobre Desarrollo Humano de Naciones Unidas, que clasifica las naciones en función de la calidad de vida, junto a otras variables relevantes —el alfabetismo, las tasas de homicidios, la renta per cápita etc.— sugiere que justamente las sociedades menos religiosas (Europa Occidental, Japón, Australia, Canadá...) puntúan mejor que el resto de países, mientras que las peores son teocracias sin excepción. Según Harris, la idea de que la religión es útil esconde el dogma que afirma que sin religión no hay moralidad, cosa que no es cierta, como demuestran las normas de convivencia que rigen la vida de otros animales sociales. En este sentido, Harris propone un proyecto alternativo. La idea es que hay que liberar a la ética de las invenciones de la fe y anclarla en la sólida base de la ciencia. Su propuesta consiste en desarrollar una "ciencia de la felicidad" que nos diga cómo comportarnos no en base a los dictámenes de antiguos libros sagrados, sino en la de sólidos conocimientos.

En todo caso parece claro que nacemos con un cerebro preparado para darle sentido al mundo, aunque sea a través de explicaciones que van más allá de lo racional y de lo natural. Esta característica nos permite adaptarnos y sobrevivir, pero también ver donde no hay.

En una encuesta realizada en 2005 con 1.000 adultos estadounidenses, se constató que el 73% de éstos afirmaba creer en, al menos, un fenómeno sobrenatural. En percepciones extrasensoriales creía el 41%. En casas encantadas, el 37%. En fantasmas, el 32%. En telepatía, el 31%. En la clarividencia, el 26%. En la posibilidad de comunicarse con los muertos, el 21%. Etc.

¿De dónde proceden todas estas creencias? Según Hood, muchas de ellas tienen su origen en la forma en que los niños piensan, de forma espontánea, el mundo.

El psicólogo argumenta que los niños generan el conocimiento a través del razonamiento intuitivo, un proceso que produce tanto creencias naturales como sobrenaturales. Con la educación científica se aprende que las creencias sobrenaturales son irracionales, pero dado que éstas operan en un nivel intuitivo, en realidad son muy resistentes a la razón y pueden permanecer “dormidas” incluso en las mentes de los adultos más racionales. Según el científico: “estamos pre-equipados con un diseño mental que crea un “supersentido” destinado a dar forma a nuestras intuiciones y supersticiones y que resulta esencial para nuestra manera de aprender a comprender el mundo”. Por eso, afirma, es muy probable que no seamos capaces de eliminar del todo las creencias sobrenaturales o las actitudes supersiticiosas que las acompañan. Además, estas creencias podrían servir para desarrollar los lazos de los grupos sociales, a pesar de que algunas de ellas persigan o marginen a los que no las comparten.

Por ejemplo, llevar objetos especiales o poner una vela encendida cuando alguien va a hacer un examen son actividades muy corrientes que demuestran que todo el mundo es susceptible a las creencias sobrenaturales, señala Hood. Por otro lado, estas creencias se apoyan en experiencias personales de lo sobrenatural en las que tenemos bastante fe. Así, si una vez hemos intuido que alguien va a llamar por teléfono y luego el teléfono suena y es esa persona, ya tendemos a pensar que esta casualidad no es fruto sólo del azar. Asimismo se produce lo que se denomina el “prejuicio confirmatorio”: una vez que creemos algo encontramos cada vez más evidencias de que eso en lo que creemos es cierto. El prejuicio confirmativo es de hecho un fenómeno psicológico bien fundamentado, que consiste en que recordamos y notamos hechos que confirman nuestras creencias y olvidamos aquéllos que las desafían.

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