Demóstenes (384-322 a.C.)
Resulta sorprendente cómo ciertas percepciones de la realidad que para uno son obvias sean absurdas o inauditas para otro. Todos nos autoengañamos más frecuentemente de lo que creemos. Lo interesante es que este acto de autoengaño suele tener, comúnmente, la función y resultado de hacernos más felices, porque cierra nuestros ojos ante las cosas menos agradables de este mundo. Es por eso que este mecanismo defensivo, protector de nuestra autoestima y felicidad, es adaptativo y puede haber sido seleccionado en el curso de la evolución hasta llegar a nuestros días.
De todas las formas de autoengaño que practicamos con mayor o menor frecuencia, las hay particularmente interesantes. Una de ellas es la creencia denodada y contra toda evidencia en una especie de "justicia universal" que los psicólogos llaman "creencia en el mundo justo". Esta creencia es tan generalizada que se ha trasladado al lenguaje coloquial en forma de numerosas expresiones y frases hechas, como "el tiempo pone a cada uno en su sitio", "quien siembra vientos recoge tempestades", y otras que podréis identificar por vuestra cuenta sin mucho esfuerzo.
Pocos han elaborado esta distinción tan claramente como Langer en su recomendable artículo sobre la ilusión de control. Las situaciones a las que nos enfrentamos (o que simplemente presenciamos) en nuestra vida pueden clasificarse en función de si permiten o no la posibilidad de ser influenciadas o controladas por los individuos. Hay situaciones dominadas por el azar, y otras en las que la habilidad de los actores tiene algún papel. Valgan un par de ejemplos sencillos: La capacidad atlética de un corredor es fundamental en el resultado de una prueba de 100 metros lisos (situación de habilidad), y por lo tanto dicho corredor tiene algún control sobre el resultado. Por otro lado, las habilidades de un jugador de póker no pueden afectar en absoluto a las cartas que le hayan tocado al repartir la baraja (situación de azar), y concluiremos que el jugador no tiene control alguno sobre este resultado: si le han tocado malas cartas, no dependerá de sus habilidades, empeño, voluntad, etc.
Evidentemente, nuestra vida está plagada de situaciones en las que no existe el control del resultado por parte del individuo: los juegos de azar como la lotería, los accidentes, algunas enfermedades, los encuentros casuales... No obstante, los seres humanos nos resistimos a aceptar que el azar pueda dominar una parte importante de nuestras vidas. Esta realidad representaría un ataque en toda regla a nuestra autoestima, pues nos obligaría a vernos como lo que somos a menudo: muñecos moviéndose de un lado a otro a merced de un mar de olas aleatorias que golpean desde mil direcciones.
Existen dos factores esenciales que hacen que nuestro punto de partida ya sea dependiente del azar: la lotería genética y nuestro primer entorno. Se trata de dos conceptos totalmente azarosos y de los que carecemos de control, no siendo responsables de ninguno de los dos.
Y es que las cosas que nos suceden en nuestra vida están ligadas al libre albedrío y a un conjunto de "infinitas opciones" que dependiendo del azar y nuestra capacidad de elección y evolución llevan a que nos sucedan determinadas cosas. No siempre podemos y estamos en disposición de elegir todo lo que queremos y muchas veces las circunstancias que nos rodean hacen que nuestras opciones de elección se reduzcan en según que aspectos.
Todos estamos sujetos a las circunstancias en las que vivimos y esas circunstancias no siempre son controlables o dependen exclusivamente de uno, no tenemos la capacidad de controlar todo lo que sucede en nuestra vida y muchas veces nuestra voluntad está a merced en parte de los sucesos que nos rodean o las situaciones en las que nos vemos envueltos. Pretender que nuestra vida siga siempre unos planes previstos puede hasta llegar a ser una fuente de frustraciones ya que no tenemos todo bajo nuestro control, se trata de adaptar lo mejor posible nuestras expectativas y lo que la vida nos ofrece.
Pero nos gusta más la imagen de un universo ordenado donde todo tiene una explicación lógica y sencilla, pensar lo contrario nos hace sufrir. En consecuencia, y para evitar ese sufrimiento, interviene el autoengaño, y tendemos a tratar las situaciones de azar como si fueran situaciones de habilidad (es decir, tratamos las situaciones incontrolables como si pudiéramos controlarlas). Un jugador de lotería se siente más confiado en que va a obtener el premio si le permiten escoger el número con el que va a jugar; un jugador en un casino pondrá mucho cuidado y concentración al arrojar los dados sobre la mesa para conseguir el número que desea, o bien acarreará amuletos para "atraer la buena suerte"; los familiares de un fallecido en un accidente buscarán una explicación más allá de la pura casualidad o el azar... En este proceso de autoengaño intervienen múltiples factores que pueden estudiarse desde muchos puntos de vista.
La misma motivación (es decir, la protección de nuestra autoestima ante un mundo repleto de situaciones dominadas por el azar, ante las que estamos desprotegidos) subyace a la creencia generalizada en que las acciones y sus resultados comparten la misma valencia afectiva. Ésta es la "hipótesis del mundo justo": los actos buenos tienen consecuencias positivas, mientras que los actos malos tienen consecuencias negativas; las cosas buenas les suceden a las buenas personas, pero las cosas malas les suceden a las personas malvadas. Esta creencia en la justicia universal elimina el papel del azar, incluso en situaciones donde el azar es claramente el único o principal determinante, y por esto nos hace sentir más cómodos en el mundo. Vamos ahora a ver algunos ejemplos donde la creencia en el mundo justo se investiga empíricamente.
En uno de sus experimentos, Lerner (1965) pidió a sus participantes que evaluasen las aptitudes de dos trabajadores, uno de los cuales había obtenido una bonificación por casualidad. Sistemáticamente, los participantes juzgaron más competente a este trabajador que fue recompensado, incluso aunque supieran que esto ocurrió de manera fortuita, accidental. Es como si quisieran "poner las cosas en su sitio": si recibió la recompensa, tuvo que merecerla, porque si no el mundo sería un lugar injusto.
En la misma línea, Lerner y Simmons (1966) complementaron el anterior experimento con un estudio en el que los participantes observaron como otro participante (realmente, un actor) recibía descargas eléctricas como castigo a errores menores en un experimento en el que creían estar tomando parte. En aquellas situaciones en las que los participantes no podían hacer nada para evitar que esta persona fuera castigada, se observó cómo los sujetos tendían a devaluar o negar el sufrimiento de la víctima. De nuevo, parecían mostrar preferencia por la hipótesis del mundo justo: "si no puedo actuar para detener tu castigo, entonces es mejor creer que te lo mereces, o que no es tan doloroso, y así no me siento mal por ello".
Profundizando más en el estudio de la creencia en el mundo justo, Callan, Ellard y Nicol (2006) llevaron a cabo una serie de experimentos en los que manipularon una variable que resultó ser clave: la valencia afectiva (bueno vs. malo) de los actos que unos individuos llevaron a cabo antes de pasar por una situación de azar (no controlable). Los participantes en los experimentos de Callan y colaboradores leyeron dos historias diferentes, en una de ellas el protagonista obtenía un evento positivo por azar (ganar la lotería), y en la otra pasaba por una situación negativa también por azar (ser víctima de un accidente de automóvil). Además de esto, se ofreció información distinta acerca de los protagonistas de estas historias: a la mitad de los participantes se les dijo que el protagonista ganador de la lotería había tenido un buen comportamiento previamente al sorteo, a la otra mitad se les dio la información opuesta; del mismo modo, la mitad de los participantes fue informada de que el protagonista de la historia del accidente de carretera había engañado a su pareja recientemente ("mala persona"), mientras que la otra mitad de los participantes solamente supo que el protagonista estaba planeando unas vacaciones familiares ("buena persona"). Los resultados mostraron cómo, en ambas historias, los sujetos juzgaron que estos eventos objetivamente incontrolables (ganar la lotería, ser víctima de un accidente) fueron resultado de las acciones previas de los protagonistas (tener buen comportamiento, cometer adulterio) sólo cuando la valencia de estas acciones coincidía con la de los eventos. Es decir, tanto el triunfo en el sorteo como el accidente se reconocieron como eventos fruto del azar e incontrolables cuando éstos no "encajaban" (suponiendo que el mundo es justo) con los actos previos del protagonista: si una persona mala y mezquina gana un sorteo es porque ha tenido suerte; si una buena persona es atropellada mortalmente no ha sido culpa suya. Sin embargo, cuando los actos coincidían con los eventos experimentados por los protagonistas, la creencia en el mundo justo salía a relucir: si el protagonista de una de las historias ganó el sorteo, se debe a que es una buena persona; si el otro protagonista fue atropellado, fue por haber cometido adulterio.
En otras palabras: según los sujetos del estudio, ambos protagonistas merecían lo que les pasó (sea positivo o negativo), y no sólo eso, sino que estos eventos fueron entendidos como el fruto lógico de sus actos (porque en el mundo justo, los actos buenos producen recompensas, mientras que los actos malvados derivan en castigos).
Ahora pasaré a comentar otro estudio que añade un factor de lo más interesante: el atractivo físico del protagonista. Callan, Powell y Ellard (2007) pusieron sobre la mesa la creencia de que "los guapos son buenos" que tanto han contribuido a perpetuar los cuentos infantiles y, con escasas excepciones, las películas de Disney y Hollywood (¿no es frecuente que los heroicos protagonistas de estos cuentos y películas sean retratados a la vez como hermosos y bondadosos, y para completar el cuadro acaben triunfando en sus gestas?). Cuando nos presentan a una persona físicamente atractiva, le atribuimos cualidades positivas, también en el plano moral ("son buenas personas"). Imagine el lector que asiste a la representación de una tragedia, la muerte de una mujer, como hicieron los participantes (mayoritariamente mujeres) del estudio de Callan y colaboradores (2007). La trampa vino a continuación: la mitad de los participantes observaron la muerte de una mujer hermosa, mientras que los demás asistieron a la muerte de una mujer no tan atractiva. Como podemos imaginar a estas alturas, los primeros juzgaron la tragedia como indudablemente más injusta y dolorosa que los otros. Curiosamente, el mecanismo funciona en dos direcciones, puesto que en un segundo experimento se invirtió el orden de los acontecimientos. Los sujetos leyeron un relato en el que una mujer resultaba herida en un incendio accidental en una casa (es decir, que fue víctima de una injusticia). A continuación, debían escoger en un banco de imágenes la cara de la protagonista tal como la habían imaginado al leer la historia. Aquellos participantes a los que se les hizo creer que el sufrimiento de la mujer había sido grande escogieron caras significativamente menos atractivas que aquellos a los que se les dijo que las secuelas del incendio habían sido mínimas. De nuevo, la "injusticia" no cabe en la cabeza de los participantes: si la mujer fue herida salvajemente, no podía ser bonita, esto sería "injusto".
Así es. Nos engañamos a nosotros mismos todos los días; se engañan a sí mismos las autoridades, los gobernantes, los directivos, los inversores, los accionistas, y los periodistas, los políticos, los monarcas, los ricos, los pobres… No hay ser humano que escape al autoengaño. Entre otras cosas porque si no enloquecería o se volvería un ser absolutamente antisocial.
En lo personal. Dejemos de engañarnos: él no va a cambiar; ella, tampoco. Muchas personas viven en la permanente ilusión de que van a lograr cambiar al otro. Desengáñense. Nadie cambia, a lo sumo lo disimula. Pero tal autoengaño mantiene los lazos del amor, de la esperanza y de la ilusión.
En lo laboral. ¿Cuántas veces no hemos escuchado a alguien exclamar con alegría: “¡En la empresa ya me han hecho fijo!”? Tal persona no ha conseguido nada más que una indemización si deciden despedirle. Nadie es fijo de por vida en una empresa. Es imposible. Toda empresa, si las cosas van mal dadas, suspenderá pagos o se declarará en quiebra. De acuerdo, ser fijo supone una cierta estabilidad añadida a la del contrato temporal, pero no es una garantía total de empleo. Es otra forma de autoengaño: la de creerse con trabajo para siempre aun cuando un contrato fijo no es una garantía laboral, sino una cierta garantía de indemnización por despido.
Ésta es una de las grandes paradojas de la condición humana, otro de los aspectos que nos hacen tremendamente eficientes frente a otras especies animales. Porque, a pesar de todo lo anteriormente dicho, conviene que nos sigamos engañando a nosotros mismos por el bien de la humanidad y sucesivas generaciones. De hecho, el hombre acude al autoengaño consciente, pero el animal vive en la ignorancia inconsciente, lo cual, a pesar de menos reprobable y más sincero, es mucho más peligroso.
En cualquier caso, todo el proceso de autoengaño cumple su objetivo al presentarnos un mundo justo en el que las personas no son recompensadas o castigadas por azar, sino porque lo merecen (y sorprendentemente la belleza física cuenta como "bondad" en este razonamiento).
Si hay una fábula harto conocida es la de la zorra y las uvas, y seguramente lo es porque el autoengaño es una estrategia inescindible de la condición humana. Quien más, quien menos, todos solemos encontrar un consuelo en este dudoso recurso: una zorra hambrienta va en busca de comida cuando divisa una parra con tentadoras uvas. Se aproxima a la vid y comienza a saltar infructuosamente hacia los racimos. Por más que se esfuerza, no logra llegar a los apetecidos frutos. Finalmente, renuncia a la empresa, no sin antes exclamar: "No valen la pena, todavía están muy verdes".
¿Cómo disolver la tensión entre el deseo y la realidad que se nos impone? ¿Acaso estrategias semejantes no suelen ser las terapias más eficaces para el fracaso, la desilusión y la melancolía? Pero de ser así ¿dónde terminan nuestros sueños y fantasías y dónde comienza el autoengaño?
Muchos hacen de la inautenticidad un estilo de vida. Otros apenas un mecanismo salvador para defenderse de la crueldad del mundo. Pero, en algún momento, todos tenemos algo de impostores. Aunque fabulando para los otros, corremos el riesgo de terminar por creer nuestra propia fabulación.
La fábula de la zorra muestra que el mundo no es un horizonte al que observamos, imperturbables, desde la perspectiva de un observador imparcial. Lejos de toda neutralidad, nos altera psíquica y fisiológicamente. Y a modo de respuesta, en el autoengaño nos valemos de las emociones para teñir mágicamente esa realidad: una vez que la zorra se convence de que no podrá gozar de esas uvas, espontáneamente las descalifica. Y como no es posible modificarlas químicamente, les confiere mágicamente una nueva cualidad que alivia su insatisfacción. Así resuelve el conflicto y anula esa tensión entre su deseo y la realidad, sustituyendo la cualidad de deseables por una nueva cualidad, la de inmaduras. Se trata, ni más ni menos, de una transformación mágica porque nada ha cambiado (las uvas siguen siendo las mismas), si bien el cambio ha sido inmediato y realizado en el círculo de la conciencia.
La zorra nos enseña sólo una de las caras del autoengaño, un rostro misericordioso que se vale de una artimaña compensatoria por momentos esencial para sobrevivir. Las uvas en la fábula, incluso, funcionan como una especie de placebo natural. Una figura semejante es la llamada "mentira vital", herramienta que puede ayudar a la recuperación del enfermo o a soslayar, ante la proximidad de la muerte, la desesperanza.
Y es que infundadamente, "rellenamos" los espacios huecos que preceden a todo aquello que sucede por azar o por razones desconocidas, mediante la atribución de estos eventos a causas que nos parecen lógicas y justas. Así ponemos orden en el mundo, aunque lo hagamos de espaldas a la realidad. Ser irracionales nos protege de un vacío insoportable de mirar, y por eso la evolución nos hizo así. Irracionales.
Desde el advenimiento de la civilización griega, los filósofos han empezado a preguntarse si realmente tienen el libre albedrío, en el sentido estricto del término. Ellos tenían curiosidad por saber si los seres humanos de hecho podrían tomar decisiones con absoluta independencia y que no están en lo más mínimo sujetos a la influencia de factores externos, u otros componentes causales. En la sociedad actual, es una costumbre para los científicos y laicos por igual, considerar el libre albedrío como algo que los humanos tienen desde el nacimiento, pero algunos no están de acuerdo. Los críticos dicen que las decisiones personales son influenciadas en gran medida por otros factores, y que, como tal, no podemos hablar de la libre voluntad definida.
Una serie de experimentos realizados durante los últimos años indica que la mente consciente es como un mono cabalgando un tigre de decisiones y acciones subconscientes en progreso, que inventa frenéticamente cuentos de que tiene el control.
En consecuencia, médicos, neurocientíficos e informáticos se han unido a los herederos de Platón y Aristóteles para discutir qué es el libre albedrío, si lo tenemos o no, y qué nos llevó a creer que lo teníamos en primer lugar.
Esa idea no es nueva, ni mucho menos. El filósofo alemán Arthur Schopenhauer dijo, como parafraseó Einstein, que "un ser humano puede hacer lo que quiera, pero no desear lo que quiere".
El ser humano se diferencia de los animales por su capacidad de decidir, sin embargo, para los científicos que se encargan del estudio de los procesos cerebrales, la idea del "hombre libre" es cada vez más difusa. Calculamos que todas nuestras decisiones están sobre la base de los factores ambientales, las ideas de otras personas, y más a menudo las experiencias del pasado, y no se puede confiar para tomar una decisión totalmente independiente. Además, las reacciones químicas de nuestro propio cuerpo, a veces conspiran contra nosotros, haciéndonos sentir nervioso o demasiado tranquilo, y esto nos causa no poder proporcionar la respuesta más adecuada a un problema o una situación.
En estudios anteriores, los neurocientíficos han demostrado que los actos del cerebro humano, tanto en el consciente e inconsciente, son al mismo tiempo. Experimentamos un sentimiento de que estamos controlando nuestras acciones, cuando las medidas son con la mente consciente, pero las investigaciones han revelado que este nivel de conciencia es la segunda a la mente inconsciente, lo que significa que éste tenga la preeminencia. Teniendo en cuenta que no podemos controlar, cualquier “sugerencia” viniendo de él, como las que se basan en algo que escuché hace años, o una experiencia que tuvimos cuando éramos pequeños, se integra en nuestras decisiones sin nosotros saberlo. En otras palabras, se necesitaría sólo la acción de la mente consciente para tomar una decisión que podría ser etiquetado como “libre albedrío”, y esto es imposible.
Fuente: Elaboración propia, psicoteca
Es muy cierto que el libre albedrío no se ejerce al 100%, sino más bien, en un 80% y el restante 20% es un autoengaño.
ResponderEliminarhttp://jesusgonzalezfonseca.blogspot.mx/2010/06/autoengano-la-eterna-tendencia-hacernos.html
Estupendo resumen, gracias!
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