Si hay algo cierto sobre el amor, es que no es ciego. Si lo fuera, tal y como los poetas han proclamado tradicionalmente, las uniones amorosas serían un puro juego de azar. Podríamos imaginar a las personas en busca de pareja, reunidas en una plaza y con los ojos vendados, chocando entre sí y enamorándose sin ningún motivo más que la casualidad. Pero la realidad es bastante distinta. Todo tiene su porqué, incluso el amor.
Al fin y al cabo, de él depende la reproducción, y de la reproducción depende nuestra supervivencia como especie. Así que es importante que los humanos tengamos los ojos bien abiertos en materia amorosa. ¿Y qué es lo que ven nuestros ojos cuando buscan el amor? Pues resulta que lo primero que nos llama la atención es la belleza y la juventud. Hasta aquí, nada nuevo bajo el Sol. Belleza y juventud entran por los ojos y explican buena parte de la puntería de Cupido. Pero su hechizo va mucho más allá de la mera elección de pareja. Según el psicólogo Victor Johnston, de la Universidad Estatal de Nuevo México (EE. UU.), las personas atractivas, además de encontra pareja con más facilidad, tienen un abanico amplio de ventajas relacionadas, desde encontrar trabajo antes hasta ser absueltos con más frecuencia en los juicios.No lo podemos evitar, los humanos tenemos un radar interno que detecta la belleza y nos guía hacia ella.
Pero ¿cómo se decide quién es guapo y quién no lo es? ¿Es la apreciación de la belleza algo personal o, por el contrario, responde a un canon universal? A pesar de que la definición de lo hermoso varía de cultura a cultura y hasta de persona a persona, muchos experimentos han aportado pruebas de que sí existe un arquetipo universal para todos los humanos.
Efectivamente, es suficiente con pasearse por un gimnasio para comprobar que las proporciones de las varoniles estatuas griegas siguen siendo un ideal esforzadamente perseguido por la mayoría de los mortales. También el cuerpo femenino parece estar sujeto a una proporción ideal que, cuando se da, desencadena miradas perturbadoras. Según la filósofa Helena Cronin, de la London School of Economics (Reino Unido), el número mágico del atractivo femenino es 0.7, que constituiría la relación “ideal” entre los perímetros de la cintura y de la cadera. Tanto las figuras orondas que pueblan los cuadros de Rubens hasta Twiggy, la delgadísima modelo de los años setenta, cumplen con esta proporción —que se corresponde con una cintura estrecha y una cadera ancha— a pesar de que, a simple vista, nos parezcan figuras muy diferentes entre sí. Cronin está convencida de que se trata de una regla de atracción universal. Es más, asegura que la misma proporción se hallaría tanto en las obesas vírgenes prehistóricas como en la escuálida Kate Moss.
Si bien el cuerpo puede desencadenar pasiones, es innegable que mucha parte de la fascinación de una persona reside en su cara. Aquí, tan importante como una proporción armónica es la huella —o, en este caso, la ausencia de ella— del paso del tiempo. En las mujeres, señales de juventud como una nariz pequeña, ojos grandes, labios gruesos y piel suave y tersa, son anzuelos para las miradas. En los hombres, en cambio, una tez oscura, mandíbula ancha y cejas prominentes se llevan la palma del atractivo.
Pero ¿por qué nos atrae tanto la combinación de belleza y juventud? ¿Cómo se explica una predilección tan universal e invariable por unos rasgos concretos? Los científicos han descubierto que los atributos que consideramos atractivos emiten, de forma inconsciente, una clara señal de salud, buenas condiciones físicas y fertilidad. Son como anuncios ambulantes, que pretenden informar de que el poseedor de estas características tiene unos genes magníficos, dignos de ser elegidos para la reproducción y que darán lugar a una descendencia con mayores posibilidades de supervivencia.
La fuerza de la belleza es tanta que el mismísimo Charles Darwin la identificó como uno de los motores de la selección natural. Al científico no le cuadraba, por ejemplo, que la cola del pavo real, un ornamento poco práctico para huir de los depredadores, no hubiera desaparecido a lo largo de la historia de su especie. Si sólo lo útil se mantiene, ¿por qué ese rasgo tan incómodo y aparatoso se había conservado? Aquella cola debía tener alguna ventaja oculta. El enigma era descubrir cuál podría ser. Finalmente, al gran naturalista inglés se le ocurrió una respuesta: gracias a esa cola, el pavo conseguía atraer a más hembras y dejar descendencia, un objetivo más importante en la naturaleza que la propia supervivencia individual. Efectivamente, así es. Y no sólo eso. En 1991 se descubrió que el número de ocelos en la cola de un pavo real es proporcional a su capacidad de generar una progenie saludable. El ejemplo de la cola del pavo real es sólo uno entre miles. ¿Porqué los leones tienen tanta cabellera? ¿Cuál es la función de los incómodos cuernos del alce? ¿Por qué los peces tropicales se hacen tan visibles a los depredadores con sus brillantes colores, arriesgándose a ser descubiertos? La respuesta está en la selección sexual. Una densa melena indica buena salud. Unos poderosos cuernos ganan la pelea de el ser elegido para la cópula. Unos colores vivaces atraen las hembras para el apareamiento. Todos estos rasgos ayudan a sus poseedores a alcanzar un mayor éxito reproductivo.
Pero ¿lo que se aplica a los animales es válido también para los humanos? Algunos científicos aseguran que sí. Veamos qué ventajas nos ofrece aquello que consideramos bello. Antes hemos mencionado que la relación entre cintura y cadera de 0.7 en mujeres se ha considerado siempre atractiva. Pues bien, según Helen Cronin, esta proporción también facilita el parto. Otros atributos femeninos típicamente valorados por el sexo contrario son los pechos y las nalgas bien fornidos. No debería extrañarnos, pues, el furor que causan, ya que contienen reservas importantes para los requerimientos durante el embarazo y la cría de los hijos.
En el caso de los hombres, Víctor Johnston apunta al hecho de que los hombres altos, guapos y de tez oscura tienen probablemente mucha más testosterona, una hormona muy útil, ya que está asociada al crecimiento físico durante la pubertad. Y si los rostros masculinos más atrayentes son los que indican abundancia de testosterona, los rostros femeninos más cautivadores son los que muestran lo contrario, es decir, un nivel bajo de esta hormona. Estas diferencias entre sexos nos indican las distintas funciones biológicas de hombres y mujeres.
El físico, y sobre todo la cara, es la parte más pública de la persona, aquello visible que solemos asumir, sin percatarnos de ello, que funciona como una especie de espejo de lo que no vemos. Así, tendemos a pensar que las personas bellas son también buenas, exitosas, felices, alegres, honestas… Y eso es universal. Todos los seres humanos del planeta, da igual la cultura a la que pertenezcan, sucumben ante la belleza. Brindamos mejor trato a la gente guapa, tratamos de complacerla, nos esforzamos para que se sientan a gusto, la ayudamos. Y a pesar de que nos cuesta definir qué es la belleza, todos lo tenemos claro cuando vemos una cara bonita. Pero, ¿qué es exactamente lo que encontramos bello? ¿Qué hay en nuestra naturaleza que nos hace sensibles a la belleza? ¿Y cómo puede ser que a nosotros y a una tribu del Amazonas nos atraigan los mismos rasgos?
Hasta hace poco, predominaba la idea de que nuestra capacidad para apreciar lo bello dependía de los cánones culturales de la sociedad a la que perteneciéramos; que el bebé, al nacer, iba aprendiendo a través de sus padres y del entorno qué era lo estéticamente deseable. Y si bien en buena medida los gustos son aprendidos, ahora la ciencia ha demostrado que la biología desempeña un papel determinante. “La belleza es un instinto básico, un producto de la evolución”, asegura la psicóloga de la Universidad de Harvard Nancy Etcoff. Hace miles y miles de años, en el pleistoceno, cuando la esperanza de vida no superaba en el mejor de los casos los 40 años y era frecuente que los niños muriesen antes de ser adultos, asegurarse de que te apareabas con el individuo más adecuado era de vital importancia. De ello dependía que tus genes se perpetuaran. Es por ello que el cerebro de nuestros antepasados pudo desarrollar unos detectores biológicos para evaluar automáticamente y al instante si la persona que tenían delante era o no fértil, si era compatible genéticamente con ellos y si estaba sana.
Según esta neurocientífica, nos sentimos atraídos por la piel suave y tersa, por el pelo brillante y grueso, por la simetría, por las curvas en la cadera, por una espalda ancha, que no son otra cosa que símbolos de salud, “porque a lo largo de la evolución quienes se percataban de esos signos y se apareaban con sus portadores tenían más éxito reproductivo. Y todos nosotros, somos sus descendientes”.
Ellas, se juegan mucho más, por lo que son más selectivas a la hora de escoger pareja y tratan de atraer a los mejores candidatos. Por regla general, en la naturaleza, los machos de la especie suelen hacer una menor inversión en la descendencia y son las hembras, sobre todo en el caso de los mamíferos, las que invierten más recursos. Empezando por las propias células reproductivas, el óvulo cuesta más de producir que los espermatozoides. Y siguiendo por que, por ejemplo en la especie humana, el embarazo dura nueve meses durante los cuales la mujer debe invertir una gran cantidad de energía y recursos; y una vez nace el niño, deberá cuidarlo al menos durante 18 años… si no más.
De ahí que ellas evalúen a los hombres más lentamente y que no sólo tengan en cuenta el físico, sino también aspectos que tienen que ver con el carácter y, sobre todo, si el otro tiene los recursos necesarios para ayudarla en la cría de los hijos. La inteligencia, la imaginación, la amabilidad y la creatividad son algunas de las cualidades que más las atraen del otro, indican que la persona es capaz de desenvolverse en el mundo. Para ellas no se trata tanto de escoger un compañero fértil, porque los hombres lo son durante casi toda su vida, sino de encontrar alguien que sepa ayudarlas en la cría de los hijos.
Y ellas compiten entre ellas por hacerse con las mejores presas, con todo su arsenal de belleza. Son sus armas evolutivas. Helen Cronin, filósofa de la ciencia en la London School of Economics y especializada en darwinismo y evolución humana. Ha estudiado la belleza y ha plasmado sus conclusiones en el libro The ant and the peacock (La hormiga y el pavo real). “A menudo solemos oír decir que en la variedad está el gusto, que la belleza es relativa, que es algo superficial, pero parece que no tanto. La belleza es un indicador del estado de salud y de fertilidad de la mujer y la selección natural ha dado al hombre el gusto por la belleza femenina porque indica todo tipo de cosas relativas a sus cualidades como pareja”.
Ellos, en cambio, pueden fertilizar a tantas mujeres como quieran ser fertilizadas; su cuerpo produce continuamente esperma y su papel en la reproducción puede ser tan corto como lo que dura la cópula. Se centran mucho más en la apariencia física de sus compañeras, porque les da pistas de su fertilidad y salud, pero también de si está o no receptiva. Que para el sexo masculino la imagen sigue teniendo un peso importante es evidente.
Un radar distinto según el sexo
La percepción de lo atractivo varía mucho con el sexo del que la detecta. Según Helen Fisher, antropóloga de la Rutgers University (EE. UU.), el hombre se enamora —o, se excita— por los ojos. Y es que, durante millones de años, ha tenido que mirar bien a la mujer, tomarle la medida, para ver si ella le daría una progenie saludable. Por otro lado, en las mujeres el amor pasa por los circuitos cerebrales de la memoria, ya que la mujer busca un buen padre y un buen marido, y para ello debe procesar y recordar su comportamiento.
Y en todo caso, no debemos desesperar si no cumplimos con los cánones de belleza que nuestra especie nos asigna, ya que según el psicólogo Geoffrey Miller, de la Universidad de Nuevo México (EE. UU.), el órgano que más se ha adornado para resultar atractivo en el Homo sapiens sería el cerebro. La maestría musical, la variedad de las palabras y de las narraciones, la poesía, el arte y el humor quizás no sirvan demasiado para sobrevivir. Sin embargo, según Miller, la creatividad de la inteligencia humana no sería nada más que una enorme y variada cola de pavo. Así que siempre nos quedará nuestro intelecto para intentar encandilar a los otros, aunque a primera vista no seamos los más llamativos.
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