Ya sabíamos que masturbarse regularmente es saludable, y más lo es mantener relaciones sexuales regulares con otra persona. Lo que no sabíamos todavía es que la vida en pareja proporciona una serie de ventajas notables en el ser humano.
Tendemos a pensar que los monjes y monjas célibes deben tener una vida más larga y saludable, habida cuenta de que están alejados de las vertiginosas vicisitudes del sexo, la convivencia conyugal, etc. Sin embargo, resulta que es justo al contrario. De promedio, la mejor receta para tener mala salud y vivir poco es ser célibe.
El primer sistema nacional de estadísticas vitales del mundo surgió en Inglaterra, casi por casualidad, cuando el Parlamento creó la Oficina del Registro General en 1836 para contabilizar y archivar el número de nacimientos y de muertes de que se producían en el país.
El primer compilador de esta oficina no fue un burócrata sino un médico de origen humilde: William Farr. Un médico que acabaría analizando creativamente estos datos de una forma que el Parlamento no había previsto.
Al principio, Farr investigó las tasas de mortalidad de distintos oficios y profesiones, el modo óptimo de clasificar las enfermedades (su sistema se sigue empleando hoy en día) y los índices de mortalidad de los manicomios. Pero también descubrió otra cosa: que las personas casadas vivían más tiempo que las viudas y que las solteras.
Un dato realmente perturbador, porque contradecía las ideas generales sobre el tema, indiciadas en 1749 por el matemático francés Antoine Deparcieux, que se había dedicado a investigar la longevidad de las monjas y de los monjes. Tanto el matemático como otros estudiosos de la época creían que el celibato era signo de longevidad.
Pero había algunos investigadores que ya habían insinuado que la supresión de una función fisiológica era perjudicial para la salud, y Farr estaba convencido de que había dado con la demostración de ese hecho tras estudiar también datos recopilados en Francia. En su artículo de 1858, titulado Influencia del matrimonio en la mortalidad del pueblo francés, Farr sostuvo lo siguiente tras analizar lo datos de 25 millones de adultos franceses:
"Una serie muy notable de observaciones que atañen al conjunto de Francia, nos permite determinar por primera vez el efecto de las circunstancias conyugales en la vida de una gran parte de la población. (…) El matrimonio es un estado saludable. El individuo soltero tiene más probabilidades de naufragar en este viaje que los que se unen en matrimonio."
Con detalladas tablas, Farr demostró que, por ejemplo, en 1853, entre los hombres de entre 20 y 30 años de edad, se producían los siguientes fallecimientos:
Solteros: 11 fallecimientos por cada 1.000
Casados: 7 por cada 1.000.
Viudos: 29 por cada 1.000 viudos.
Entre los hombres de entre 60 y 70 años, las cifras, según los grupos correspondientes, eran 50 por cada 1.000, 35 por cada 1.000 y 54 por cada 1.000.
Con las mujeres ocurría prácticamente lo mismo. Sí que es cierto que si eras joven y soltera entonces se prolongaba la vida, pero se dedujo que este dato reflejaba la cifra de mujeres casadas que morían al dar a luz, muy elevadas durante aquel siglo.
Sin embargo, el camino hacia la aceptación de estos datos no fue tan fácil. Aparecieron los detractores, y tuvieron que investigarse realmente qué es lo que provocaba estos desajustes en la longevidad. A finales del siglo XIX, algunos observadores sostuvieron que el hecho de que el matrimonio supusiera una ventaja para la salud era sólo una apariencia, porque lo que sucedía en realidad es que las personas casadas parecían más sanas a causa de la selección natural.
Es decir, las personas menos sanas tienen menos probabilidades de contraer matrimonio que las personas más sanas. En 1898, el matemático Barend Turksma lo expresó así:
"Las personas que tienen menos vitalidad, las que apenas son capaces de valerse por sí mismas, casi están obligadas a pasar por la vida solteras.
Esta batalla de ideas duró hasta 1960, hasta que apareció toda una serie de artículos muy reveladores. El más importante de ellos se publicó en el Lancet, un boletín médico británico, bajo el título de “La mortalidad de los viudos.”"
Apoyándose de nuevo en los datos de la Oficina de Registro General, se analizaba el índice de 4.486 viudos a lo largo de 5 años transcurridos a partir del fallecimiento de sus esposas. Los autores concluyeron que el riesgo de fallecimiento de esos hombres aumentaba un 40 % en los primeros 6 meses después del fallecimiento de la esposa, y luego se estabilizaba.
Bien, tal vez ello no signifique que haya relación entre longevidad y matrimonio sino que, sencillamente, la muerte del cónyuge produjo efectos en el hombre. Tal vez ambos cónyuges estuvieran expuestos a factores que aumentaban sus probabilidades de morir, como las toxinas del entorno o un autobús circulando a demasiada velocidad, que mató a ella pero sólo hirió mortalmente a él.
Pero cabía la posibilidad de que William Farr tuviera razón y que existiera una verdadera relación causal entre la vida en pareja y la salud. Tal vez había algo más allá del efecto “morir de pena” del marido cuando la mujer falleció debido a toda una serie.
Sin pretenderlo, los autores del artículo de Lancet arrojaron una idea interesante: “la alimentación de los viudos es susceptible de empeorar cuando ya no tienen una esposa que los cuide.”
Y es que las modernas investigaciones confirman que el matrimonio es bueno, pero que los hombres y las mujeres no obtienen los mismos beneficios de él.
El índice de mortalidad, según la estadística, arroja que estar casado prolonga la vida del hombre 7 años, pero la vida de la mujer sólo se prolonga 2 años. En cualquier caso, parece ser que el matrimonio es más beneficioso para la salud que la mayoría de los tratamientos médicos.
Pero ¿por qué existe esta diferencia?
Es lo que ha tratado de responder la reciente investigación del demógrafo Lee Lillard y sus colaboradores, Linda Waite y Constantijn Panis. Tras analizar a más de 11.000 hombres y mujeres que iniciaron y concluyeron sus matrimonios en el periodo transcurrido entre 1968 y 1988, descubrieron detalles interesantes.
Los cónyuges se proporcionan apoyo mutuo y se conectan el uno al otro a una red social más amplia de amigos, vecinos y parientes. También es menos caro vivir juntos que separados. Los cónyuges también son depósitos de información y fuentes de asesoramiento continuo, de ahí que uno influya tanto en el comportamiento del otro, desde si tenemos que abrocharnos en cinturón de seguridad hasta si hay que comer fuera o ahorrar.
Esto ocurre, en parte, porque tienen un defensor devoto de sus intereses. Las personas casadas eligen hospitales de mayor calidad y los tratamientos médicos les causan menos complicaciones que a los viudos y a los solteros. Es una evidencia que el apoyo emocional del cónyuge produce disminución del pulso cardiaco, refuerzo del sistema inmunitario y prevención de la depresión.
Pero los hombres salen ganando en esta vida en equipo porque, al casarse, generalmente los hombres dejan sus hábitos de soltero, asumiendo su papel de adulto: venden la moto, algunos dejan de consumir drogas ilegales, comen de forma más ordenada, vuelven a casa a una hora razonable y empiezan a asumir responsabilidades con mayor seriedad.
Es decir, que las mujeres modifican tanto el comportamiento de los hombres que les prolongan la vida: los hombres ya no necesitan hacer tanto el gallito para obtener pareja (de hecho, si los hombres tienen una esperanza de vida inferior a la de la mujer es, en parte, porque el hombre tradicionalmente adopta el rol de conquistador, adoptando más conductas de riesgo, bebiendo más, fumando más, corriendo más con el coche, etc., como los pavos reales arrastrando enormes colas de colores que les imposibilita huir de los depredadores).
No hay que entrever un sesgo sexista en este estudio. Es cierto que el rol de las mujeres ha cambiado espectacularmente en los últimos años, pero igualmente estos roles básicos obedecen a comportamientos muy arraigados biológicamente en el sexo masculino y femenino. En cualquier caso, lo que resulta obvio es que hay un intercambio asimétrico de beneficios, al menos por el momento.
Si el hombre, nada más casarse, experimenta un sustancial y marcado declive en su riesgo de fallecimiento, en la mujer esto no ocurre de ningún modo: su índice de mortalidad desciende más gradualmente y es menor.
El mismo patrón se detecta con la viudez: si la esposa mure, el riesgo de fallecimiento del marido se eleva bruscamente, pero no tanto el de la mujer si muere el marido. Cuando una mujer fallece, lo que más incide en la salud de su esposo, el apoyo emocional, un hogar bien gestionado, etc., sí que desaparece bruscamente. Al menos en el escenario actual, en el que la mayoría de sociedades aún son los hombres los que ceden en mayor proporción la gestión del hogar a las mujeres.
Y lo que quizá os resultará más chocante es que la edad de la mujer y del hombre también influye en todos estos datos. Casarse con una mujer más joven es beneficioso para un hombre, mientras que casarse con un hombre más joven no es beneficioso para la mujer. Incluso, hasta ciertos límites, cuanto mayor es la diferencia de edad entre un marido mayor y una mujer más joven, mayores son los beneficios para la salud de ambos.
Lo que refuerza la tendencia ancestral y biológica entre hombres y mujeres de establecer una transacción del tipo “sexo y respaldo a cambio de dinero”.
La pregunta es... ¿hasta qué punto esta tendencia desaparecerá con los nuevos cambios socioculturales en relación al sexo que se avecinan? ¿Hasta qué punto la cultura podrá neutralizar instintos primarios tan arraigados en la biología humana?
Son preguntas que podremos contestar dentro de unas décadas.