viernes, 5 de agosto de 2011

¿Qué es ser normal y qué es ser diferente?


¿Cuál es la línea que separa la rareza de la normalidad?. ¿Existe realmente “lo natural”?



Para explicar este concepto nada más apropiado que utilizar la estadística y el azar. Las matemáticas nos ayudan a entender lo subjetivo de la cuestión, y para ello disponemos de la denominada distribución normal (o curva normal): la distribución simétrica y de forma acampanada que nos indica que la mayoría de los sujetos (u objetos) de una población determinada no se aparta mucho de la media: en la medida en que los sujetos se van apartando más de la media (porque se pasan o porque no llegan) van siendo cada vez menos numerosos. Si se repite una experiencia un gran número de veces, los resultados tienden a agruparse simétricamente en torno a un valor medio. Cuantas más veces se repita la experiencia más se acercan los resultados a una curva ideal.

Si representamos esta distribución mediante un histograma simplificado, tendríamos algo así



Lo primero que debemos captar es que la distribución normal nos remite a nuestra propia experiencia. Si nos fijamos en la  estatura  de la gente que nos encontramos por la calle, vemos que la mayoría de la gente es de estatura normal, y aquí llamamos normal a lo más frecuente; de hecho si vemos a alguien que se aparta mucho de la media (de lo habitual) no pasa desapercibido y nos llama la atención. Cuando decimos que alguien es muy abierto y sociable, lo que queremos decir es que es más abierto y sociable de lo que es normal, de lo que solemos encontrar habitualmente, de la misma manera que decimos que una persona es muy callada cuando habla mucho menos que la mayoría de la gente. 

Casi sin darnos cuenta estamos haciendo juicios relativos a lo que es normal encontrar en la generalidad de las personas: el mucho y el poco, o el muy, sobre todo aplicados a las características de las personas, dependen de lo que es más frecuente encontrar en nuestro medio. Si el muy abunda mucho, deja de ser muy para pasar a ser normal o frecuente y ya no merece el muy que solemos reservar para lo excepcional que viene a ser lo raro o infrecuente. 

Estos juicios, y esta distribución normal, son relativos a cada población: un pigmeo de una estatura normal, cercana a la media de su población y muy frecuente en su propio grupo, pasa a ser muy bajito y excepcional si lo incluimos en una población de escandinavos: se aparta  mucho de la media de esa población y será muy difícil encontrar un escandinavo con esa estatura. Sin embargo ese pigmeo tiene una estatura normal, que no se aparta mucho de la estatura media de su grupo. En ambos grupos, escandinavos y pigmeos, encontraremos una distribución normal en estatura, aunque las medias de los dos grupos sean muy distintas.



La  distribución normal que representamos mediante la curva normal, es un  modelo matemático teórico al que de hecho tienden a aproximarse las distribuciones que encontramos en la práctica: estadísticas biológicas, datos antropométricos, sociales y económicos, mediciones psicológicas y educacionales, errores de observación, etc.  ¿Quién diría que una curva exponencial, simétrica, y con forma rara podría describir (siempre aproximadamente) casos tan variados como caracteres morfológicos, psicológicos, de consumo y distribuciones de probabilidades?

¿Dentro o fuera de la campana?

Tras ese primer enfoque puramente estadístico profundicemos algo más en la cuestión, ¿existe realmente “lo natural”? ¿lo natural es sólo una media estadística de procesos históricos exitosos? ¿si existiera “lo natural”, qué pasa entonces con lo que no es natural? ¿Quién podría juzgar a ciencia cierta sobre lo que es natural y lo que no?

Sobre el primer cuestionamiento de más arriba podemos interpretar a “lo normal” como una aproximación hacia lo natural, considerando lo normal como la media estadística del registro histórico de los sucesos. Esto implica una simetría alrededor de esa media y una campana de Gauss que descarta toda posibilidad de eventos no contemplados ni siquiera como raros. Un tsunami es un fenómeno raro pero además es un fenómeno fortuito que trae impredecibles consecuencias. Un tsunami es un fenómeno natural pese a no ser “normal” porque escapa a la campana de Gauss que es la que define las simetrías y la normalidad de los sucesos.

¿Pero qué quiere decir ser raro? Según el criterio que adoptamos nadie se salva de la quema, lo que sucede es que unos ejercen y otros no. En nuestra vida privada podemos encontrar nuestro espacio en el que somos raros, o mejor dicho en el que "somos como somos". Ser raro, en definitiva, significa apartarse de una cierta norma establecida, escrita o no. Pero, ¿qué tiene esto que ver con la campana de Gauss? Pues mucho. En matemáticas este concepto de norma está muy bien definido y tiene relación directa con la distribución normal de la que hablábamos antes: cuanto más cerca te sitúas del centro de la campana, más normal eres. En el sentido matemático, literal y coloquial. Aquí la forma de la campana tiene su importancia: cuanto más estrecha, menos gente rara hay. 


Por otro lado, también es cierto que sin campana no habría convivencia. Hay quien argumenta que ser normal, es sobre todo una forma de convivir con los demás. No significa solamente seguir la norma como un esclavo sin cerebro sino que significa adquirir un estatus frente a los demás y crear un sistema de confianza generalizada. La normalidad reduce considerablemente la presión cognitiva que ejercemos sobre los demás. Por eso el desfase cultural que muchas personas experimentan en entornos sociales nuevos o desconocidos es un fenómeno tan constante y bien documentado. En esencia, se trata de una acumulación de ansiedad y frustración causada por la pérdida de pautas sociales habituales. Una gran parte de esta tensión se debe a no saber distinguir lo “normal” de lo “anormal”. Saludar, ceder el paso, respetar las normas, usar los cubiertos para comer…  Todos esos gestos son actos simbólicos que cumplen una función social importante: es la forma de ganarse la confianza de los demás. 

La campana sirve para definir qué se considera normal y que no. En algunos casos dicha conducta puede ser síntoma de algún tipo de patología. Cuando alguien deja sus zapatos en el frigorífico de su casa podemos sospechar que aparecen los primeros signos de Alzheimer. Y aquí entraríamos en un asunto sumamente espinoso. Cuando hablamos de enfermedades, diagnósticos y tratamientos, una enorme campana de Gauss pende sobre nuestras cabezas. Las colas de esta campana están ocupadas por las enfermedades que actualmente se denominan “raras”. La medicina y especialmente la industria farmacéutica, no suelen emplear demasiados recursos en la investigación de este tipo de enfermedades.

Gente rara

Imaginemos, por ejemplo, a una persona seria, adulta de probada inteligencia y renombre social que en una reunión decide utilizar como atacapipas el dedo de la damisela que está sentada a su lado. Esto cuentan que hizo Isaac Newton en una reunión de sociedad. Y es que Sir Newton era un tipo mucho más raro de lo que la gente se piensa. Éste es un tipo de rareza un tanto escandalosa. Otras, como la de John Napier, creador de los logaritmos, son más de cara a la galería. Napier tenía fama de hechicero y recibía a la gente a las puertas de su castillo, vestido con una capa negra y un cuervo posado en su hombro derecho. Otras rarezas tienen un carácter más privado, como por ejemplo las de Ramanujan, uno de los matemáticos más importantes de su época y el más importante de la historia de India, que siempre hacía sus descubrimientos en sueños. Al despertar se levantaba precipitadamente de la cama y escribía un montón de fórmulas -la mayoría ciertas- que luego se veía incapaz de demostrar. Otra de sus rarezas era que siempre se preparaba él mismo la comida pero, curiosamente, no lo hacía nunca si antes no se había puesto el pijama. Algunas pueden ser más peligrosas y afectar directamente a la integridad física de las personas, como era el caso de Kurt Godel, famoso por su teorema de incompletitud. Godel estaba obsesionado con la idea de que querían envenenarle. Su mujer Adele le preparaba siempre las comidas y las probaba antes de que él las comiera. La cosa iba en serio porque, cuando ella murió, él ya no volvió a probar bocado y murió de inanición.



Estos son sólo algunos ejemplos de matemáticos cogidos un tanto al azar, pero el abanico de gente rara se puede hacer extensivo a todas las ramas de la ciencia o las artes en las que se incluyan unos cuantos genios. Pero que nadie se lleve a engaño, no hace falta ser un genio para ser raro, y esa rareza no sólo se puede manifestar en el ámbito de una manía anecdótica, sino también, y más importante, en infinidad de rasgos humanos de todo tipo.

Quien se sale del promedio puede hacerlo por defecto y por exceso, y si nos centramos en estos últimos tenemos que los individuos más talentosos para una determinada actividad o más dotados en según qué rasgos serían una minoría excepcional desde el punto de vista estadístico, y por tanto difíciles de encontrar, es decir, estaríamos en un escenario en el que los más raros serían los mejores. Esos individuos que se salen del promedio son imprescindibles en la historia de nuestra humanidad y la evolución ha favorecido que sigan existiendo.


Curiosamente para salir del promedio, en realidad, no hace falta ser un genio o un loco, basta con ser simplemente un niño. De forma natural los niños se sitúan siempre en los extremos de la campana, motivo por el que tantas veces nos parecen tan geniales. Bertrand Russell dice en su biografía que su educación finalizó a los doce años, momento en que entró en la escuela. Y es que, entre otras cosas, una de las funciones de la educación infantil es la de meter al máximo número posible de niños dentro de la campana. 

Es una jugada tan arriesgada como inevitable. Se suele hacer de manera sutil. Para ello, hay establecidos una serie de programas curriculares sobre los que hay un amplio consenso para enseñar a los niños una enorme cantidad de cosas con objetivo de tenerlos durante un montón de horas en recintos cerrados, paso previo imprescindible para arrastrarlos poco a poco hacia el centro de la curva de distribución normal. 

Ser diferente, ser distinto, ¿qué significa ser distinto? 

Ahora valoremos el tema en vez de desde una perspectiva estadística, desde un prisma más reflexivo o filosófico. Como anteriormente hemos explicado, podemos pensar que lo normal es lo que hace mayoritariamente la gente, al menos estadísticamente. La sociedad está acostumbrada a calificarlo todo. Una tendencia, una moda, un grupo de personas, una forma de vestir, una forma de vivir. Todos son categorías y subcategorías. Y si una categoría se sale de lo normal rápidamente se le pone nombre. Parece ser que todo tiene que estar catalogado. Y una vez archivado de tal forma, los seguidores de esta tendencia o de esa moda pasan a ser iguales a lo clasificado. Con lo cual dejan de ser distintos. 

Con frecuencia se critican comportamientos, actitudes, opiniones, que no entran dentro de lo que se considera ‘normal’. Pero antes de opinar o criticar se debería preguntar:  ¿qué es ser normal y qué ser diferente?. Los conceptos de normal y raro son muy relativos, si nos centramos en las conductas y los comportamientos, ¿lo que realiza una mayoría de gente tiene necesariamente que ser lo más apropiado o normal?, ¿quién está en disposición de definir qué es o qué no es raro?, ¿quién no se sale de los tópicos o se comporta de forma diferente a la mayoría en al menos una faceta de su personalidad?, ¿quién no se ha sentido alguna vez diferente al resto o "raro" en algo? Dentro de lo más profundo de nosotros, todos nos concebimos diferentes, todos nos vemos especiales, ni mejor que otros, diferentes. Solo que a veces lo ocultamos como un secreto bien guardado, con temor a que lo descubran y nos traten de forma “diferente”.



Quizás tengas la sensación de que si últimamente no has leído la trilogía Millenium, acudido a una actuación del Circo del Sol o bebido ginebra con tónica, estás muy cerca de ser un paria social para una gran mayoría. El nuevo paso es la obligación de hacerse con ese algo a riesgo de ser excluido de la adorada masa y su rango establecido de normalidad. Así, comprar un libro descatalogado, ir a ver una película con subtítulos o no tomar alcohol pasa por la bifurcación y etiqueta de lo esnob o el frikismo (se le califica como raro por el simple hecho de que le gusten cosas que no gustan a la mayoría). 

Muchos optan, erróneamente a mi entender, por fingir ser quien no se es -realizando actividades y elecciones no les llenan- para así ganar aceptación social. Pero debemos tener en cuenta que las cosas que consideramos normales no existen. Al igual que no existen las cosas diferentes. Son creación nuestra o de nuestra sociedad. Son razonamientos completamente culturales, educacionales. Todo lo que alcanzamos a ver no es sino el principio de algo. El ejemplo del iceberg serviría, pero para muchas personas lo poco que se puede ver de ellas es lo que consideran importante. Las personas en general ven lo que quieren ver, oyen lo quieren oír y dicen lo que consideran oportuno decir.

Si abriéramos nuestra mente y viésemos las cosas desde varios puntos de vista romperíamos con ese paradigma de lo ‘normal’ y lo ‘diferente’. Nos daríamos cuenta de que lo normal son sólo líneas imaginarias impuestas por las personas. Estas líneas delimitan un rango y todo lo que está situado fuera de ellas o más allá de sus límites es diferente.


Quizás la mejor sugerencia que puede realizarse, es no preocuparse acerca de las rarezas o las normalidades, sino preocuparse en hacer lo que nos permite sentirnos mejor y vivir de acuerdo a nuestras convicciones y lo que mejor se amolde a nuestra forma de ser y objetivos personales. Si nos hace feliz una forma concreta de ser y no se daña a nadie con ello, aunque eso sea percibido como raro externamente porque se sale de la norma, es buena política conservar esa conducta.

Cuando lo normal es lo diferente

Pensemos que la palabra normal según la DRAE, se define como aquella “que no produce extrañeza, que es general, mayoritaria, que ocurre siempre o habitualmente”. Ya partiendo de esta premisa, se puede concluir que si normal es lo que ocurre habitualmente se puede considerar como “normal” la discriminación, la exclusión e incluso el mal uso del poder y así podríamos continuar con una lista interminable de rasgos y actitudes poco recomendables. En dicha definición también se equipara lo normal a lógico, es decir, se queda fuera la diferencia, “la cualidad o aspecto por el cual una persona se distingue de la otra, la variedad”. No podemos olvidar que el miedo que se siente hacia lo desconocido lleva al ser humano a apartarse, a parapetarse en lo propio y calificar lo de los demás como extraño, como raro, descartable, anormal. Se desprecia lo que se desconoce y se enroca en fuentes propias que ratifican sus creencias. Tiende a censurarse a cualquier persona que plantea ideas nuevas, que es capaz de dar nuevos usos a las cosas o que muestra esperanzas en proyectos que para la mayoría parecen absurdos. Es como si de algún modo no se nos permitiera soñar, luchar o innovar, como si salirse de “lo que todo el mundo hace, o piensa” fuera cuanto menos estúpido o una mera fantasía. La ambición y las ganas de pensar y, por qué no, la necesidad, nos hará ser diferentes. La autocomplacencia nos hunde en la normalidad, esa normalidad que para muchos significa refugio. 



Pero el estar generando acciones sin abrir la mente y las expectativas, lo único que va a generar es que nos quedemos atrapados en este paradigma social. Siempre seguiremos haciendo lo mismo y eso no va a generar novedades que aportar a la sociedad. La diferencia aporta diversidad y la diversidad es necesaria e imprescindible en toda sociedad.

Por todo lo comentado con anterioridad querría dejar como ejercicio de reflexión acerca del post la siguiente pregunta. ¿Y si lo preferible fuese la normalidad de lo diferente, la variedad de lo inhabitual, la sorpresa y la más amplia gama posible de sabores, sonidos y formas de vida y ocio? 

Fuentes: Elaboración propia, upcomillaslostinbergenileonbelenpdprado, ensilicio

miércoles, 3 de agosto de 2011

La alfabetización a través de la historia

La alfabetización es el primer paso para la autonomía personal, la reducción de la pobreza y el ejercicio de la ciudadanía. No saber leer ni escribir cierra numerosas puertas y abre una de las menos deseadas: la puerta de la pobreza y la exclusión social.



Y es que aunque hoy en nuestro mundo occidental nos parezca algo lejano, hubo una época, en que escribir y leer eran habilidades excepcionales e inaccesibles para buena parte de la población. La alfabetización en las sociedades preindustriales se asociaba con la administración civil, el derecho, el comercio y la religión. La educación formal en materia de alfabetización sólo estaba disponible para una pequeña parte de la población, ya sea en instituciones religiosas o para los ricos que podían permitirse el lujo de pagar sus tutores.

Aunque los conceptos actuales de alfabetización tienen mucho que ver con el invento de la imprenta, no fue hasta la revolución industrial de mediados del siglo XIX que el papel y los libros se convirtieron en algo asequible económicamente para todas las clases de la sociedad industrializada. Hasta entonces, sólo un pequeño porcentaje de la población sabía leer y escribir, ya que únicamente los individuos ricos y las instituciones podían pagar los materiales prohibitivamente caros. Incluso hoy en día, la escasez de papel barato y los libros suponen una barrera para la alfabetización universal, en algunos países menos industrializados.


La educación universal de todos los niños en materia de alfabetización se trata de una cuestión reciente, no ha aparecido en muchos países hasta después de 1850. Incluso hoy en día, en algunas partes del mundo, las tasas de alfabetización se encuentran por debajo del 60 por ciento (por ejemplo, en Afganistán, Pakistán, Bangladesh y la mayor parte de África). 


Los antecedentes de la educación 

Durante la mayor parte de la historia de la humanidad la educación se transmitía por vía oral y mediante la observación y la imitación. Los jóvenes aprendían de mano de sus padres y familiares. Con el desarrollo de la escritura, fue por fin posible la redacción de relatos, poesía, conocimientos, creencias y costumbres que se van a grabar y transmitir con mayor precisión que los datos escuchados y de esta forma permanecer accesible a las futuras generaciones. En muchas sociedades, la propagación de la alfabetización se realizó de forma lenta; la tradición oral y el analfabetismo siguió siendo predominante durante gran parte de la población durante siglos e incluso milenios.

El desarrollo de la escritura surgió  aproximadamente a partir del año 3500 AC, desarrollándose en antiguas civilizaciones por todo el mundo. Así por ejemplo, en Egipto, se desarrollaron los famosos jeroglíficos que se podían leer hacía el año 3400 AC.  Más tarde, el alfabeto más antiguo del mundo conocido se desarrolló también en el centro de Egipto alrededor del año  2000 AC a partir de una secuencia de jeroglíficos que se utilizaban en monumentos de piedra, o para escribir con tinta sobre papiros.



En muchos inicios de civilizaciones, la educación se asociaba con la riqueza y con el mantenimiento de la autoridad, o con las filosofías, las creencias o la religión. Sólo un número limitado de personas estaban capacitados para la lectura y la escritura. Sólo la descendencia real y los hijos varones de los ricos y de los profesionales tales como escribanos, médicos, o administradores del templo, iban a la escuela. 

En el antiguo Israel se estima que de la población judía la tasa de alfabetización era aproximadamente del 3 por ciento. En la antigua Grecia algunas ciudades-estado establecen las escuelas públicas. Los niños iban a la escuela a la edad de siete años, o iban a los cuarteles, en caso de que vivieran en Esparta. Las clases se celebraban en recintos privados y las casas, impartiendo materias como la lectura, escritura, matemáticas, canto, juego y la flauta. Las niñas también aprendían a leer, escribir y la aritmética simple para que pudieran administrar el hogar. En Atenas algunos jóvenes mayores asistían a las academias para disciplinas como la cultura, las ciencias, la música y las artes. Terminando la escolaridad a la edad de 18 años.



En la antigua Roma normalmente, los niños y las niñas eran educados, aunque no necesariamente juntos, en un sistema muy similar al que predomina en el mundo moderno. Sólo la élite romana lograba recibir una completa educación formal. Un comerciante o un agricultor basaban la mayor parte de su formación profesional en el trabajo. La educación superior en Roma era más un símbolo de status que de preocupación práctica. Se ha argumentado que las tasas de alfabetización en la época greco-romana estaban en torno al veinte por ciento, y que la alfabetización de las provincias occidentales del imperio romano probablemente nunca superaron el cinco por ciento.

Durante la Edad Media la mayor parte de la población permaneció analfabeta y prácticamente aislada de la cultura letrada de su tiempo, sólo reciben educación los miembros del clero, los cuales tienen acceso tanto a lo religioso como a los demás conocimientos culturales. Los miembros de la nobleza reciben exclusivamente educación militar con el fin de participar en torneos y en actividades guerreras. Por lo general la población es analfabeta. El papel didáctico de los clérigos era entonces inmenso; no sólo enseñaban al pueblo la doctrina revelada, sino también la historia y las leyendas. En la Edad Media la gente se instruía escuchando.

La alfabetización en la Europa moderna

En la Edad Moderna se constata, al igual que en el período medieval, un elevado índice de analfabetismo en el conjunto de la población. Sin embargo, con la llegada de la época moderna se produce un acercamiento, cada vez mayor, entre los analfabetos y la cultura letrada. De esta manera, el sector iletrado de la sociedad intensifica su relación con la lectura y la escritura, siempre a través de la oralidad. Este creciente contacto entre las clases populares y el universo culto está presente en muchas de las obras literarias de la Edad Moderna, como es el caso de El Quijote. La posibilidad de acceder a la cultura, era prácticamente total entre los nobles y el clero. Si bien, un sector, cada vez más amplio, accedió a la alfabetización y a ciertos aspectos del mundo docto. Este es el caso de los comerciantes y los artesanos, cuya labor profesional requirió que aprendieran a leer y escribir. Las ciudades ofrecían unas oportunidades educativas, que en ningún caso se daban en el campo, ya que en ellas era más frecuente la existencia y el mantenimiento de escuelas, así como la presencia de centros universitarios en algunos casos.

Hacia 1680 el espacio mediterráneo de la vieja cristiandad —España, Portugal, Italia—, a partir del cual había ido forjándose Europa, empezaba a quedarse casi totalmente marginado por la nueva Europa de las Luces». El contraste Norte-Sur, claro en Francia, es cada vez más notable a lo largo del siglo XVIII. Europa se escinde en dos: al Norte, la  Europa científica, ilustrada: norte de Francia, Inglaterra y Gales, centro y sur de Escocia, parte de Irlanda, los Países Bajos, parte de Alemania, Suiza, parte de Austria, la Italia del Po y Venecia. Esta es la Europa que lee, la de las Luces: 33 millones de hombres en 1680, 55 millones hacia 1800, con un índice de crecimiento superior al de la Europa mediterránea. Y al Sur, los países católicos, mucho menos alfabetizados, mucho más resistentes a los cambios y a la Ilustración.

Como es sabido, el origen de la alfabetización general se halla en la necesidad de leer la Biblia en lengua vernácula. En su estudio sobre el siglo largo que va de 1550 a 1660, escribe Henry Kamen: «Sólo los países protestantes emprendieron con cierta seriedad el fomento de la alfabetización del pueblo llano. La razón era simplemente ideológica: la Biblia era la base de la fe, y la Biblia había que leerla». El protestantismo fue, en efecto, la religión del libro. Ya decía Hegel, a propósito de la traducción que Lutero hizo de la Biblia, que en los países católicos es raro que el pueblo sepa leer. ¿Pero cuáles son los niveles de alfabetización de las naciones europeas? Según ciertas estimaciones, en 1675 lee y firma en Inglaterra el 45 por ciento de su habitantes; en Francia, entre 1688 y 1720, el 29 por ciento.


En el Reino de Suecia (que incluye a la Suecia moderna, Finlandia y Estonia) la alfabetización del pueblo se consideró una tarea fundamental y para el final del siglo XVIII la capacidad de leer rondaba ya el 100 por ciento, se trata de la primera región del planeta que alcanza la alfabetización plena. Sin embargo, hasta finales del silo XIX, muchos suecos, especialmente las mujeres, todavía no sabía escribir. La situación en Inglaterra fue algo peor que en los países escandinavos, o incluso que Francia y Prusia. En 1841, el 33% de los ingleses y el 44% de las inglesas firmaban sus certificados de matrimonio con su huella dactilar al ser incapaces de escribir (la educación financiada por el gobierno sólo se dio en Inglaterra en 1870, e incluso entonces sobre una base limitada), globalmente en torno al 60% de la población estaba alfabetizada. En Francia la tasa de analfabetismo paso de estar en torno al 50% en la época de la revolución a ser ya sólo del 20% a mediados del siglo XIX. El historiador Ernest Gellner sostiene que los países de Europa continental tuvieron mucho más éxito en la implementación de la reforma educativa, precisamente porque los gobiernos europeos estaban más dispuestos a invertir en la población. La idea de que la educación pública contribuye a los niveles de aumento de la alfabetización es compartida por el mayoría de los historiadores.




En los jóvenes Estados Unidos, sucedía algo peculiar, como bien relató en 1831 el joven político francés Tocqueville. Entre tantas cosas nuevas que llamaron su atención ninguna le sorprendió más que la igualdad de condiciones de los norteamericanos. Al hombre de la vieja Europa le sorprende la igualdad establecida en aquella nación (entonces sólo trece millones de habitantes). «No solamente las fortunas son iguales en Norteamérica. La igualdad se extiende hasta cierto punto sobre las mismas inteligencias. No creo que haya país en el mundo donde, en proporción con la población, se encuentren tan pocos ignorantes y menos sabios que en Norteamérica». No cabe mayor igualdad. Y concluye: «La instrucción primaría está allí al alcance de todos. La instrucción superior no se halla al alcance de casi nadie». Los hijos de los inmigrantes (británicos, alemanes, polacos, italianos, judíos) iban siendo rápidamente alfabetizados y socializados en la escuela, la instrucción fue ingrediente esencial; todos o casi todos leían. En Francia la enseñanza primaria no se constituye en servicio público y gratuito hasta 1881. Y si pensamos en la generalización de la enseñanza primaria en España, entramos en la segunda mitad del siglo XX, muy lejos de la época de las Luces. En 1870, en Estados Unidos sólo el 20 por ciento de la población adulta de raza blanca era analfabeta (el 80 por ciento de la población negra lo era, la brecha del analfabetismo entre los adultos blancos y negros no se igualó hasta bien entrado el siglo XX).




La alfabetización en España

La primera estadística oficial con datos al respecto para todo el país, la de 1841, ofrecía un 24,2 % de población alfabetizada (39,2 % de los hombres y 9,2 % de las mujeres) pero en esa cifra se incluían tanto los que sólo sabían leer (14,5 %: 22,1 % de los hombres y 6,9 % de las mujeres) como quienes sabían leer y escribir (sólo el 9,6 %: 17,1 % de los hombres y 2,2 % de las mujeres). Recordemos que en esa mismas época el 60% de la población británica, y casi el 80% de la población francesa ya se encontraba alfabetizada, el espectacular desfase ya salta a la vista.

   

Curiosamente en lo que a España se refiere, su nivel de alfabetización no era menor –en más de un caso superior– durante el siglo XVI a los de otros países del Norte y Centro de Europa. No obstante, desde finales del siglo XVI, y sobre todo en el XVII, la situación cambiaría. Los niveles de alfabetización y de escolarización se estancan o incluso retroceden. Habría que esperar a la segunda mitad del XVIII para ver elevarse de nuevo la demanda de educación y de material para el aprendizaje de la lectura o la producción impresa, aunque no con la misma intensidad que aquellos países del Norte y Centro de  Europa –Escocia, Suecia, Prusia, Holanda, Inglaterra, Francia, Dinamarca, Suiza, Noruega– en los que la Reforma protestante o el desarrollo comercial, el fortalecimiento y  expansión de la burocracia estatal o las exigencias de un ejército moderno  habían actuado de modo más o menos ininterrumpido como factores favorecedores de la alfabetización y difusión de la cultura escrita. Este estancamiento intelectual hará de la España de fines del XIX uno de los países más atrasados de Europa. De hecho, el más atrasado con Portugal. Piénsese que el analfabetismo femenino llega al 87 por ciento hasta mediados del siglo XIX. Estamos hablando de millares de individuos que en el transcurso de un siglo y medio tuvieron que renunciar a la cultura como medio de ascenso. De 1620-1640 a 1777, seis o siete generaciones esterilizadas. Así se explica en parte la castración intelectual de España durante tantos decenios. Debido a ello España entraba en la segunda mitad del siglo XX, con niveles de analfabetismo y escolarización propios del siglo XIX.

             


A principios del siglo XX el porcentaje de analfabetismo neto era todavía del 56 % y España ofrecía, junto con Portugal, Italia, Grecia, Rusia y los países de la Europa del Este, los porcentajes de analfabetismo más elevados del continente europeo. En 1910 las mujeres alcanzan el nivel exhibido por los hombres en 1860. A estas alturas existía, por lo tanto, medio siglo de desfase entre ambos sexos.





El número total de analfabetos se estancaría durante la segunda mitad del siglo XIX en los casi doce millones del censo de 1860, no comenzando claramente a descender  dicha cifra hasta los censos de 1920 y 1930, es decir, hasta finales del primer tercio del siglo XX. Cuando de nuevo este lento y débil proceso alfabetizador parecía cobrar fuerza en los años 30 del siglo XX, junto con la escolarización, la guerra civil, la dictadura franquista y la posguerra vendrían a ralentizar de nuevo este impulso durante casi veinte años. Las migraciones y cambios sociales, económicos y culturales de los años 60 y 70, y el crecimiento en dichos años de la población escolarizada, harían por fin posible que el país alcanzara en la década de los 80 los porcentajes de alfabetización, en torno al 95 %, que los países europeos más avanzados ya habían alcanzado treinta o cuarenta años antes. 


En todo caso, la fase conocida con el nombre de “transición de la alfabetización”, aquella en la que el porcentaje de alfabetización de la población adulta pasa de niveles inferiores al 30-40 % a niveles superiores al 70 % –es decir, desde la alfabetización restringida a la casi generalizada–, o supera el umbral intermedio del 50 %, no tendría lugar en España, como en otros países, en las mismas fechas en todas las provincias, grupos o categoría sociales y sexos. Desde el punto de vista territorial, dicho umbral intermedio se había alcanzado ya en 1860 en casi todas las provincias de Castilla-León, en Cantabria y en Álava. A ellas seguirían, en dicho siglo, Asturias, Barcelona, Madrid, Navarra, La Rioja y Vizcaya, es decir, buena parte del Norte del país y los dos núcleos urbanos más populosos. Al empezar el siglo  XX, en 1900, las diferencias oscilaban, nada más y nada menos, que entre el 21% de analfabetismo neto de Álava y el 76 % de Jaén y Almería. Estas dos provincias, junto con Murcia, Cáceres, Badajoz y la práctica totalidad del resto de Andalucía no superarían el umbral del 50 % hasta las décadas de los 30 o 40 del siglo XX, y no entrarían en la categoría de sociedades de alfabetización generalizada hasta los años 70 y 80 de ese mismo siglo (pese a los cual no debemos olvidar que todavía en 1980 en Andalucía nueve de cada cien hombres no sabía leer ni escribir, frente a casi 22 mujeres de cada cien).

En este país habría que esperar a 1963 para que desde el Estado se emprendiera una campaña de alfabetización medianamente exitosa, tras el fracaso y la debilidad de las dos anteriores lanzadas en 1922 y 1950, cuando dichas campañas se conocían ya desde el siglo XVIII en Suecia. En 1797 el porcentaje de escolarización de la población de 6 a 12 años rondaba únicamente el 23,3 % (36.4 % de los niños y 10.4 % de las niñas). A mediados del siglo XIX se incrementaría hasta el 40,6 % para estabilizarse en torno al 50/60 % desde finales de dicho siglo hasta la llegada de la II  República. Durante el curso 1951-1952 sólo la mitad de los niños españoles iba a la escuela; el mismo porcentaje que en 1880. Sólo a finales de la década de los 80 del siglo XX se daría por escolarizada a toda la población de 6 a 14 años.




No obstante, las cifras o porcentajes relativos a la escolarización pueden resultar engañosos. El concepto de escolarización actual no es aplicable más allá, yendo hacia atrás en el tiempo, de mediados del siglo XX. Nos referimos a lo habitual que era, en especial entre las clases populares y en las zonas rurales, la asistencia irregular durante unas horas y no otras, unos días y no otros y unos meses y no otros en función de las exigencias familiares y laborales. Tres, cuatro o cinco años de escolarización no eran tres, cuatro o cinco años de asistencia escolar regular, sino de asistencia intermitente. De ahí lo habitual del analfabetismo por desuso, es decir, del aprendizaje escolar de la lectura y la escritura en sus niveles más elementales y la pérdida de las escasas habilidades adquiridas por el no uso de las mismas. Al fin y al cabo la alfabetización es un proceso no sólo escolar sino también, sobre todo, social. Un proceso ligado al grado de difusión, en una sociedad determinada, de la cultura escrita, es decir, de la lectura y de la escritura como prácticas sociales y culturales.



Al comparar con los datos obtenidos por investigadores británicos y franceses, se llega a la asombrosa conclusión de que «España, en 1900, alcanzaba apenas el nivel ya superado por Inglaterra o Francia en 1675: 45 por 100 de hombres alfabetizados. Es decir —y vale la pena repetirlo porque parece increíble—, que culturalmente había en España en 1900 un atraso de más de dos siglos». Una estadística reveladora que es necesario tener presente a la hora de valorar el espectacular progreso económico y cultural que ha sufrido nuestro país durante el último siglo, y en especial en los últimos cincuenta años, y que ha logrado situarnos como uno de los países europeos con mayor número de estudiantes universitarios en la franja de edad de los menores de 40 años y que en términos económicos, si bien no es ajena a periodos de crisis como el actual, no deja de tener una renta per cápita sólo un 5% inferior a la francesa por seguir con la comparación previa. Y es que a la hora de valorar el presente nunca está de más echar una ojeada a nuestro pasado de cara a valorar más los progresos alcanzados.

Fuentes: Elaboración propia, antecedentes, efora, cuentayrazon, uca